jueves, 9 de abril de 2015

CONVICCIONES


       De entre todos los coleccionistas de discos, quizás sea José Luis Zarriaga el más firmemente interesado en la obra de los californianos Hate Revolution. Los sigue desde sus inicios, allá por 1981, cuando el punk-rock norteamericano era un hijo bastardo de la New Wave británica, una amalgama de guitarras ruidosas aderezadas con melodías más amables –y probablemente menos auténticas– que sus homólogas al otro lado del charco.
       Desde entonces el señor Zarriaga acumula en su fonoteca personal un total de 127 grabaciones –algunas de ellas inéditas– del famoso grupo angelino, entre las que cabe destacar un concierto en Bangladesh (1992, pésima calidad de sonido, registrado en vivo con un radiocasete de mano) y un par de discos de versiones extravagantes (1990 y 1996 respectivamente –hablamos en este caso de maquetas adquiridas directamente, previo soborno, a través de un antiguo manager de la banda–). Pero la joya de la corona, el mayor tesoro de Zarriaga es, sin lugar a dudas, una prueba de sonido de principios de los ochenta, cuando los todavía inexistentes Hate Revolution eran un grupo de pop almibarado y se hacían llamar –para mayor vergüenza– The Cotton Conspiracy. Añadiremos que nuestro protagonista es la única persona (viva) que podría probar este último dato, desmentido con frecuencia (y mal disimulada incomodidad) por los integrantes del combo.
      Tal y como acaba de explicarle al comisario de la exposición –el señor Pereiro, especialmente ilusionado con la idea de acceder a ese material–, Zarriaga preferiría dejar esta última grabación al margen de la sección “Before they were giants”, que pretende poner a disposición del público toda una serie de archivos sonoros previos a la eclosión del fenómeno punk-rock. Argumenta que la autenticidad de la maqueta es, como mínimo, dudosa –no menciona que la procedencia también lo es– y que, en cualquier caso, su colección de rarezas es lo suficientemente amplia como para permitirse el lujo de prescindir de ella. En consecuencia, opta por no comprometerse a este respecto –respetando, eso sí, el contrato de cesión temporal del resto de archivos– y, estrechando la mano del señor Pereiro, se despide hasta la fecha de la inauguración.
       De vuelta en casa, Zarriaga desempolva el viejo vinilo que contiene la presunta prueba de sonido de The Cotton Conspiracy, observa durante un rato el tocadiscos y, finalmente, decide pinchar la grabación. Suena tal y como la recordaba: guitarras angelicales, coros en falsete, percusión simplona y corta de potencia. Una blasfemia, “un pecado de juventud”, que dirían otros. Los ambiguos inicios de la banda, si preferimos hablar con objetividad, esquivando la fastidiosa esfera de lo valorativo.
       Nuestro amigo tiene ahora un problema. Comprueba que las explicaciones que ha ofrecido a Pereiro no son más que torpes excusas para eludir la responsabilidad de presentar en sociedad los vergonzantes primeros pasos de Hate Revolution, que, a juzgar por la desconocida prueba de sonido, aspiraban a copar descaradamente los primeros puestos en las listas de ventas. En efecto, si se desvelara el secreto, es muy probable que la banda californiana –respetadísima dentro y fuera de la escena independiente por su comprometida ética artística– pasase a ser tildada de fraude, habida cuenta de su inicial pretensión de abrirse paso en el mercado adolescente. También es muy probable que algunos (muchos) de sus fans renegaran del grupo en tal caso –y con los fanáticos ya se sabe: hoy te encumbran, mañana te apalean–. El capítulo más ejemplar de la efímera historia del punk-rock podría ser relegado, sin más, a una nota a pie de página de la historia de la música en general. Porque a fin de cuentas la historia de la música, aun en manos de musicólogos, no puede escribirse ignorando por completo el gusto de las masas, el dictamen –muchas veces injusto o azaroso– del público. Zarriaga se debate entre el apoyo incondicional a su banda preferida y el compromiso con la verdad, tratando de conciliar ambas convicciones en un esfuerzo desesperado.
       Piensa ahora nuestro amigo en los buenos y malos momentos que han marcado su historia personal, y en cómo esos momentos han tenido por banda sonora algún álbum de Hate Revolution: su primer beso (Love in hell, 1981), su primera borrachera –vomitona incluida– (Stay true, 1983), su primer trabajo –como agente de seguros– (Black & Red, 1989), su primer gran amor, ahora ya tan lejano (Falls, 1991), su prematuro divorcio (Feeling broken, 1994 –con colaboraciones de Brian Baker a la guitarra–), su primera cita con Beatriz (Shut up!, 1996) o el nacimiento de su hijo Nicolás (Decoder, 2000), bautizado en honor del cantante Nicholas Reiger –fallecido primer vocalista de la banda–. Cierra lentamente los ojos y recorre todo ese tiempo de la mano de la nostalgia. Recuerda su vida o lo que cree que ésta ha sido, con sus aristas e imperfecciones. Tarda unos minutos en volver al presente.
       Y es entonces cuando Zarriaga se descubre a sí mismo rascando, quizás inconscientemente, la ya gastada superficie del más importante de sus vinilos, un incunable The Cotton Conspiracy que ya nadie podrá escuchar jamás por culpa de un abrecartas extrañamente afilado. Una sonrisa grotesca le deforma los labios cuando la voz de Beatriz pregunta desde el salón:“¿Qué es ese ruido?”, esa voz que no se queja del inaudible rayado del disco (apenas un leve “rac-rac”) sino del volumen excesivo del último LP de Hate Revolution (Finally back, 2010), que literalmente atruena la casa. “Un trabajo sobresaliente”, sentencia Zarriaga empeñado en grabar a fuego en su mente la placidez de ese momento, o la destrucción del disco maldito, o ambas cosas, o qué más da.
       Mientras tanto el comisario Pereiro, todavía esperanzado, aguarda una llamada telefónica de última hora que no va a producirse.