jueves, 26 de marzo de 2015

EL BUEN ESCRITOR


       El buen escritor se sienta frente al escritorio con el propósito de escribir el mejor de sus escritos. Su recién inaugurada aspiración poco o nada tiene que ver con la vanidad –ni siquiera con la excelencia–, sino única y exclusivamente con el dinero (hacer magia con las palabras; una detrás de otra, con gracia, con ingenio, sabe que dinero y magia son palabras amigas, casi amantes). No será nunca más un muerto de hambre, no señor. Olvidar esa minúscula editorial que malvende sus obras y ser grande de una vez por todas, dejarse de trabajos alimenticios y brillar. Convertirse por fin en el buen escritor estrella.
       El buen escritor viene creando, desde hace más de una década, una obra tan personal que rara vez se ajusta a los parámetros de los mejores concursos literarios. O, lo que es lo mismo, exceptuando a un par de críticos excepcionales –escondidos–, nadie sabe de su existencia. ¿Quién es Rudori? “Creo que es ése que escribe”, acierta a contestar algún cultureta aislado. Y Rudori es –claro– el buen escritor. El escritor que se sienta frente al escritorio con el propósito de escribir el mejor de sus escritos. El concursante que nunca quiso concursar en los concursos literarios. El creador que claudica.
      La historia será simple esta vez: hombre conoce mujer, mujer rechaza a hombre, hombre se sienta a escribir, a lamentarse. La historia de la literatura –o un porcentaje muy elevado, muy poderoso de ella–. Rudori los bautiza: Él será Carlos, el marinero desarraigado y aficionado a los juegos de azar; Ella será Sofía, la prostituta cretense de oscuro pasado que trenza su pelo muy despacio cuando está aburrida. Carlos desembarca en la isla griega, se despide de sus compañeros, jura para sus adentros que esa noche va a echar el polvo de su vida. Cena un bocata de calamares en una pensión de mala muerte, bebe y juega a los dados con un tal Andropoulos hasta las tres de la madrugada. Borracho y cansado, pregunta si hay algún prostíbulo en la zona, limpio a ser posible –no quiere escatimar en estos detalles desde la última gonorrea–. Entonces aparece Sofía, la luna y Sofía, la luna, la noche blanca y Sofía, las tres y Andropoulos tratando de explicarle a su compañero de partida que la chica tiene sífilis y que se olvide de ella, que hay otras putas en la isla. Pero a Carlos no le importa, prefiere morir a rechazar una noche con esa mujer que se pierde colina arriba, la mujer de las trenzas aburridas.
        Rudori lee lo que ha escrito hasta el momento y se aburre como una trenza. No está acostumbrado a escribir con el propósito de escribir el mejor de sus escritos, y se pregunta si es éste el único planteamiento que le permite a uno ganar algún concurso literario. Piensa entonces en desconcertar a los miembros del jurado con alguna estratagema dialéctica, al modo de Lichtenberg o Monterroso, aunque sabe de antemano que, estando como estamos en pleno Boom del microrrelato, es poco recomendable seguir los designios de la turba. Prostituirse, sí, pero guardando las formas. Además, podría darse el caso de que J. M. M. forme parte del comité de selección, y quizás se sienta intimidado ante el alud de imitadores.
       Sofía –piensa entonces Rudori– podría estar enamorada de Andropoulos. Sí, podemos enamorarla. Esto explicaría la insistencia de éste con Carlos, su mentira piadosa (“Déjala ir, tiene sífilis”). Todavía no sabemos si el jugador griego la corresponde, pero ya tenemos claro que Carlos no tiene nada que hacer con ella. De hecho, la chica ni siquiera es puta. Es la hija única de un pastor local, y por eso se pierde colina arriba a estas horas, dando lugar a equívocos. Andropoulos y Carlos la observan alejarse desde el portal de la pensión de mala muerte. Sonrisa discreta acostada en la cara del griego. Frustración marcada en las facciones del marinero desarraigado.
       Rudori intuye que la historia puede funcionar. Tiene que funcionar. Recuerda a Borges, que decía que sólo hay siete temas posibles en la literatura, pero también a Denis Dutton, que coincide con éste en el siete, aunque refiriéndose al número de argumentos. Siete temas a tratar, por siete argumentos posibles: tenemos cuarenta y nueve historias que contar –cuarenta y nueve historias ya contadas–. Confía Rudori, por lo tanto, más en la forma de contar, en el genio puro y duro que se esconde en su cerebro, que en El-Relato-Seguramente-Ya-Escrito. No se trata entonces de inventar, sino de elegir una de esas historias –como en un juego de azar, de esos que tanto gustan a Carlos– y escribirla mejor que nadie, escribirla como el buen escritor que se sienta frente al escritorio con el propósito de escribir el mejor de sus escritos.
       Carlos es, obviamente, el enamorado, es el anhelo y la obsesión, el desengañado que se resigna. Sofía, la amada, representa nuestra sed de absoluto, el sueño, y es –lógicamente– inalcanzable. Con Andropoulos podemos hacer lo que nos apetezca: puede ser el fiel escudero o el enemigo imprevisible. Es el tercer hombre, un comodín que eventualmente podría arrebatar protagonismo a cualquiera de los otros dos personajes. Rudori considera ahora la posibilidad de que cumpla precisamente este papel, pero sigue aburrido como una trenza y no descarta abandonar en su empeño de ganar concursos literarios. Sin embargo, sabe perfectamente que dejar un trabajo a medias es síntoma de debilidad creativa.
       Andropoulos ama, en efecto, a Sofía; pero es un amor actualmente imposible. Él está ya casado y además su mujer está muy enferma, así que se ha prometido cuidarla, por sentido de la responsabilidad, hasta su muerte –tarea que no le impide salir a jugar a los dados de vez en cuando–. Nunca se ha acostado con Sofía, pero sabe que es cuestión de tiempo: mientras aguarda, con una mezcla de angustia y satisfacción, el día de la muerte de su mujer, se dedica a espantar a los numerosos pretendientes de la falsa prostituta cretense. Carlos no sabe nada, al menos de momento. Carlos el ignorante, Carlos el desconocedor. 
       Rudori se ha enfadado con Carlos, eso está claro. Acaba de comprobar que no siente demasiado cariño por los marineros desarraigados y no le desagrada la idea de que Andropoulos tome el relevo como personaje principal, que lleve a buen puerto su futurible relación con Sofía. Reestructuremos, pues, la historia: hombre conoce mujer, mujer es rechazada temporalmente por hombre, hombre se sienta a esperar y jugar a los dados con marineros desarraigados (Carlos es ahora el tercer hombre), a lamentarse, a soñar con trenzas. Y a espantar moscones también. Sofía como objeto de deseo trenzado, Andropoulos como héroe moral y Carlos… ahí está Carlos, supongamos que ofreciendo una perspectiva excéntrica.
       Rudori visualiza por vez primera la vivienda de Andropoulos, una casita blanca de dos pisos, típicamente mediterránea, en la costa meridional de la isla. Una casa llena de recuerdos y fotos de familiares, pero al mismo tiempo sobria y equilibrada. Su mujer está permanentemente encamada en el dormitorio. Un nido de amor destrozado por la enfermedad de ella. Sofía cree que Andropoulos vive solo. Sofía tampoco sabe.
       Y la acción será sencilla: Carlos permanecerá en Creta algunas semanas, no más de tres, y Andropoulos acabará confesando. Entretanto se harán amigos, beberán sin medida y jugarán a los dados, hasta que, llegado el momento, los celos del marinero desarraigado –que, para más inri y gracias a la amistad con el moralista griego, comienza a experimentar inéditos sentimientos de arraigo– desembocarán en genuina locura y probablemente en asesinato. Andropoulos muerto. No, no, un momento; algo está fallando.
       Rudori capta en seguida la magnitud del problema: no tiene ningún sentido el haber tomado ahora partido por Carlos, sobre todo teniendo en cuenta la simpatía que profesa por el personaje de Andropoulos. Su vínculo debe prevalecer. Y además ¿qué pasa con Sofía mientras tanto? ¿Qué pasa con la literatura?
       Una cosa es sentarse a escribir el mejor de los escritos, y otra muy distinta es pergeñar un buen relato. Rudori comprueba, exasperado, que ni tiene inventiva ni oficio ni competencias. Tras años de obras crípticas y ensayos metaliterarios, nuestro autor asume su condición de farsante, y es entonces cuando yo –el autor del autor del relato– renuncio a cualquier atisbo de piedad y convierto a Rudori en un personaje más, tan real o ficticio como Sofía-trenzas, Carlos o Andropoulos, un-otro-yo que tira sus papeles a la basura, renuncia a la literatura y viaja a Creta por alguna razón que no nos importa o que es sencillamente irrelevante a estas alturas del cuento.
       Y pienso en Rudori desembarcando en la isla, huyendo de sí mismo, no porque sea un marinero desarraigado, sino porque es tan sólo un escritor farsante incapaz de armar un relato como Dios manda. Un escritor que claudica, un hombre de vacaciones. Un hombre que quiere dejar de pensar en trenzas, en Borges y en concursos literarios. Allí, en una pensión de mala muerte donde se juega a los dados –él se niega a participar, abomina del juego– retoma por última vez el triángulo Carlos-Sofía-Andropoulos, no ya en el papel, sino en la vida real. Esa noche, en el lúgubre comedor de la pensión, dos hombres de mediana edad se juegan su sueldo a una sola tirada. Rudori los observa sin pestañear, especula sobre sus motivaciones. Por una mujer, seguro. No sabría decir si se miran con odio o sólo con desprecio. Gana el que parece extranjero. Alguien aplaude.
       El extranjero victorioso invita a todos los presentes a una ronda. A Rudori lo abraza hacia el fin de la noche y le invita –en un perfecto inglés– a acompañarle al prostíbulo cretense más higiénico. Allí ambos se acuestan simultáneamente con la misma puta –es la primera vez que Rudori, personaje más bien mojigato, accede a perversiones de este calibre– y entablan verdadera amistad. Al cabo de algunas semanas, no más de tres, Rudori vuelve a sentarse frente al escritorio con el propósito de escribir el mejor de sus escritos.
       No será nunca más un muerto de hambre, no señor. Olvidar esa minúscula editorial que malvende sus obras y ser grande de una vez por todas, dejarse de trabajos alimenticios y brillar. Convertirse por fin en el buen escritor estrella.
       Y ahora es mi turno. Yo mismo, el autor del autor, el autor de este relato, conmovido por las experiencias de mis personajes, decido escribir el mejor de mis escritos en Creta. Reservo un billete de avión, hago las maletas, acaricio a modo de despedida el cabello trenzado de mi hija pequeña y me digo que cuarenta y nueve historias son suficientes. Espero encontrarme, una vez allí, con Andropoulos y con Carlos, el marinero desarraigado, espero que la fortuna me sonría con alguna Sofía, aguardo la mirada escrutadora de Rudori manejando a contracorriente los tiempos, los argumentos y los personajes (hacer magia con las palabras; una detrás de otra, con gracia, con ingenio, sabe que dinero y magia son palabras amigas, casi amantes). Espero sentirme mejor ahora que ya no tiene sentido un enésimo homenaje a Monterroso, ahora que me reciclo como escritor estrella.
       Esa noche recibo una llamada telefónica de mi mujer, que sigue enferma. Le cuento que acabo de llegar a una pensión de mala muerte y que no hay rastro de jugadores de dados. Me pregunta –ha entendido el comentario críptico–si estoy escribiendo algo en Creta. Es entonces cuando reviso estos papeles y comprendo que soy un farsante. Decido contestar lo primero que se me ocurre: “Mujer, en el peor de los casos siempre me quedará enviar algún relato a concurso, dejar de ser el buen escritor y empezar a hacerme rico”.
       Ella ríe a carcajadas al otro lado del teléfono. No sabe que esta noche pienso emborracharme, jugar a los dados, quizás también irme de putas.