lunes, 2 de febrero de 2015

PELOTA ANTIESTRÉS


         Mi mujer me ha regalado una pelota antiestrés. Está convencida de que tenerla cerca del ordenador me va a ayudar a conservar la calma cuando la sintaxis se rebele contra mí en mitad de algún relato. “Cada vez que falle la inspiración, aprieta la pelota con fuerza y mantén la cabeza fría”, repite con frecuencia mi esposa, harta de mis suspiros reiterados.
      Es una bola blandita, esponjosa, de color blanco y negro. Me reconforta lanzarla contra la pared; estrujarla sólo consigue ponerme más nervioso. Pero la verdad es que funciona. Desde entonces la llevo a todas partes, como si de un talismán se tratara. La guardo en mi maletín cada mañana, no sin antes lavarla con agua y jabón bajo el grifo de la cocina. La mimo. Me gusta pensar que le debo mis arrebatos de ingenio a esa pelota. Por las noches, antes de empezar a escribir, vuelvo a colocarla en mi mesa, junto al ordenador. La acaricio suavemente entre frase y frase. Le dedico sonrisas cómplices cuando las cosas salen bien.
       Ayer perdí la pelota antiestrés. Mi mujer, en un ataque de celos, la tiró con fuerza hacia el salón. Supongo que, después de un extraño rebote contra la pared que me hizo perderla de vista, habrá rodado debajo del sofá. Tiene que estar ahí, ya no me hace ninguna falta ir a buscarla. Me basta con oír su continuo golpeteo bajo el mueble mientras mi mujer pregunta “¿Qué es ese ruido?”, quizás porque la muy insensible se niega a aceptar que la pelota sigue viva.