lunes, 29 de diciembre de 2014

LOS NIÑOS


       Los niños, tras una larga persecución por el pueblo, consiguen dar caza al perro que se ha escapado. Lo inmovilizan entre varios, tranquilizándolo con enérgicas caricias en el lomo, detrás de las orejas, en el cogote. El perro se calma, definitivamente a merced de la muchachada. Ahora está echado, resoplando. Uno de esos niños, probablemente su dueño, pronuncia un discurso que no logro descifrar –quizás se trate de una jerga preadolescente, en todo caso muy alejada del castellano–. Los otros niños aplauden al término de la declamación y recogen del suelo pequeños trozos de madera. Todo parece indicar que preparan una hoguera. Algunos se pintan la cara con hierbas y barro de los márgenes del camino. Otros despejan de piedras el entorno de la fogata. Uno enciende el fuego. Tras un griterío de aprobación, se reúnen alrededor de las llamas. Otro, recién llegado al ritual –el líder, presumiblemente–, se aproxima al perro y, con ademán autoritario, pide al dueño que se aparte. Éste le besa la mano y retrocede unos pasos. El jefe coge al can por el pescuezo, cierra los ojos y, con un seco movimiento de torsión, le rompe las vértebras. Soy incapaz de mirar cuando comprendo que van a empalar al animal. Me entretengo, mientras tanto, pensando en lo estúpido que he sido siguiendo a los niños hasta aquí. Después entonan cánticos y ofrecen el perro a sus divinidades.
       Uno de los niños ha reparado en mi presencia. Me mira seria, desconfiadamente; sus ojos me dicen que yo no debería estar ahí. O quizás no. Puede ser que, de un modo más inocente, tan sólo esté implorando que no me chive a sus padres.

jueves, 25 de diciembre de 2014

EL ASNO DE BURIDÁN


       El filósofo que llega a un cruce de caminos y piensa en la futilidad de nuestras decisiones cotidianas. Si elijo el camino de la izquierda, dice para sí, llegaré antes al pueblo. Sin embargo, cogiendo el sendero de la derecha, disfrutaré del paisaje que me ofrecen las montañas y el paso del río. Hoy no tengo demasiada prisa, razón por la cual debería tomar el sendero, pero también es cierto que está anocheciendo y el bosque no es un lugar muy seguro para nadie a estas horas. Debería ir por la izquierda. Ahora bien, la vida del filósofo debe incluir ciertas dosis de riesgo, pues este tipo de experiencias ayuda a recapacitar sobre la propia vida (derecha). Vida que, por cierto, debería tratar de preservar, estando como estoy persuadido de su valor (izquierda). De todos modos, el valor de la propia vida es relativo a una determinada situación histórica, y hemos de reconocer que el siglo XXI es una época muy desagradecida con los pensadores (derecha). Precisamente por eso, quizás mi deber es permanecer entre los seres humanos (izquierda). Pero, planteando ya el problema en su radicalidad: ¿por qué elegir? ¿Por qué?
       El filósofo se quedó a vivir en el cruce de caminos. Algunos vecinos le llevan comida de vez en cuando, y actualmente se le considera el hombre más inteligente de la comarca. Pero yo no dejo de figurarme –no sin cierta malicia– lo que pasará el día en que alguien le pregunte sus razones para no moverse de allí. 

lunes, 22 de diciembre de 2014

Y SIN EMBARGO TODO TIENE UN SENTIDO


       Y sin embargo todo tiene un sentido. Usted recuerda aquella vez, cuando, siendo niño, le descubrieron jugando a los médicos con su prima. Recuerda la escena con excitación y, en menor medida, con vergüenza. Recuerda a su madre (de ella) reprendiéndole por su conducta obscena e inmoral, mientras usted buscaba con la mirada los ojos de la niña, su prima, tan excitada y avergonzada como usted mismo. En resumidas cuentas: estaban ustedes jugando, pasando un buen rato, conociendo sus cuerpos, explorándose mutuamente. Hay algo de curiosidad empirista, de búsqueda de rigor científico en todo esto. Los adultos, como la madre de su prima en este caso, no lo sabían. Sólo eran capaces de distinguir un par de niños desnudos que no deberían estarlo. Y es por eso que ahora usted, padre de una niña en edad de jugar a los médicos, espera al otro lado de la puerta sin atreverse a entrar, sabiendo que las intenciones de su sobrinito –de su hija– son las mismas que las suyas de antaño. Pero sabe que debe interrumpirlos. Sólo de ese modo, siendo conscientes de la perversidad de sus acciones, lograrán disfrutar de sus respectivas sexualidades algún día. Este planteamiento le parece a usted raro –contradictorio incluso–. Y sin embargo todo tiene un sentido. Se trata de censurar para avivar el deseo. Recuerda ahora usted los libros prohibidos durante el franquismo, y cómo usted los devoraba. Somos unos auténticos hijos de puta. Mienta a su sobrino, asuste a su hija. Abra usted la puerta y cumpla con su cometido. Sálvelos.

jueves, 18 de diciembre de 2014

ESCRIBIR


       Escribir, por ejemplo, que estoy escribiendo un relato cuyo protagonista escribe una historia sobre mí. La figura del narrador de esa historia, ese protagonista dentro del relato, decide, a mitad del cuento, que mi personaje no le interesa, y por lo tanto yo me siento ultrajado. Reescribir ese relato en el que ahora escribo un cuento sobre la estupidez del narrador de mi historia, principalmente para vengarme de su falta de gusto. El protagonista deja de ser el narrador para convertirse en un periodista imparcial. Disgustado con su nuevo papel, mi personaje –el que tiene que contar mi historia– rechaza la misión que le encomiendo, echando a perder la fluidez narrativa. Deshacerme de ese personaje para contar, en un tercer relato –dentro del relato inicial–, el proceso que me ha llevado a explicar las razones del protagonista original (que no soy yo, aunque seamos indiscernibles). Escribir cómo publico un relato en el que se da cuenta de la estrategia teórica que me ha permitido engarzar el primer relato con el tercero, sin dejar de lado la voluntad de escribir cinco o seis relatos más con historias cruzadas de los relatos anteriores. Escribir cómo recibo un premio por el relato definitivo, tratando de demostrar al lector las razones que me impiden ir a recogerlo: a fin de cuentas ya no sé quién es el autor del cuento. Escribir cómo ese premio es reclamado por otro narrador, un periodista disgustado con su trabajo. Escribir, por último, que no entiendo qué ha pasado, que no sé de dónde ha salido ese periodista. Mentir como un bellaco, porque en realidad intuyo que no he escrito nada y que el personaje soy yo. Lamentarme.
         Escribir, por ejemplo, cuánto me hubiera gustado escribir ese relato.

lunes, 15 de diciembre de 2014

CORRER


       Como cada mañana desde hace un par de meses, Tromper sale a correr no sólo para hacer ejercicio, sino también para huir simbólicamente de sus problemas cotidianos. Se ha levantado muy temprano, pensando en todas las preocupaciones que desea dejar atrás, al menos durante el tiempo que dedique a su sesión matinal de footing. Después se ha puesto el chándal y ahora sale por la puerta.
       Tromper corre por el circuito de la alameda. Ha empezado a buen ritmo y se siente despejado y fresco, definitivamente optimista. Cree que será capaz de mantener su actual frecuencia cardiaca sin problemas durante al menos una hora, tal y como se había propuesto antes de empezar. No piensa en nada, luego la terapia funciona. Su mayor preocupación ahora es estabilizar el nivel de esfuerzo. Vamos, Tromper, tú puedes. Tromper sonríe, Tromper contento.
       Cuando nuestro corredor completa por segunda vez el circuito, una masa indeterminada aparece a sus espaldas. Al principio no le da importancia, mucha gente sale a correr por la alameda a estas horas, dice para sí. Pero pronto comprueba, tras cambiar a propósito el ritmo de su trote, que ese alguien –al que ya casi puede oír respirando detrás de él– se adapta a su velocidad, y que, por lo tanto, le está siguiendo. Lejos de asustarse, Tromper se siente halagado. Sabe que muchos corredores inexpertos son incapaces de establecer su propio ritmo, y no es la primera vez que los observa literalmente pegados a otros corredores habituales, a los que toman como punto de referencia.
       El caso es que, dejando la vanidad a un lado, a Tromper le gusta correr solo. Y ahora debe admitir que le está costando horrores zafarse de su perseguidor, por mucho que lo haya intentado a base de sprints y bruscos cambios de dirección. Sin embargo, le parece una grosería volverse sin más hacia él para pedirle explicaciones; sería ridículo: “Oiga, usted, ¿qué quiere de mí? ¡Déjeme en paz, por favor!”. Totalmente ridículo. Así que nuestro corredor decide volver a casa; ya ha hecho bastante ejercicio por hoy.
       Tromper ya no corre, ahora se limita a caminar pausadamente en dirección a su piso. El perseguidor sigue ahí, tan sólo unos metros por detrás, también caminando. Se acabó, piensa, voy a llamarle la atención a este pesado. Nuestro corredor se da la vuelta y comprueba que su perseguidor detiene sus pasos al mismo tiempo que él. Ninguno de los dos se atreve a pronunciar palabra. Se limitan a jadear de puro cansancio.
       Tromper vuelve a casa confundido, tratando de explicarse si es verdad lo que ha presenciado, pero sobre todo sopesando la posibilidad de que aquel extraño ser que le perseguía, con cara de hipoteca y de divorcio, quisiera decirle algo.

jueves, 11 de diciembre de 2014

BILLETE MARCADO


       El hombre abre su cartera y extrae un billete de cinco euros. Lo extiende sobre la mesa y escribe en él, con un rotulador permanente, la frase “encantado de volver a verte”. Su intención es –supongo– poner el billete en circulación, olvidarse temporalmente de su existencia, y confiar en que la probabilidad o el destino le permitan volver a verlo algún día.
       Ese hombre es vecino mío. Presencié esta escena en la cafetería en que ambos solemos desayunar cada mañana, antes de dirigirnos a nuestros respectivos trabajos. De esto hace ya diez años. Me hace gracia constatar cómo, tanto tiempo después, el hombre sigue comprobando las vueltas que le extiende el camarero del establecimiento –costumbre que con toda probabilidad se repite en todos los locales comerciales que frecuenta– con una urgencia casi infantil, ingenua e ilusionada. Pero lo cierto es que también siento pena y nostalgia. A veces yo también miro de reojo su cambio, deseando ciegamente que el billete de cinco euros vuelva por fin a sus manos.
       Muchas veces he pensado en la odisea de ese billete. Me lo imagino pasando de las manos del hombre a las del camarero del bar, y de ahí a la cartera de algún otro cliente que, una tarde cualquiera, habrá gastado esos cinco euros en un puesto callejero de helados, cuyo dueño tendrá la feliz idea de dárselos a su hijo en concepto de paga semanal. Entonces pienso en ese chico, en la posibilidad de que, justamente esa semana, haya decidido viajar a la capital con sus amigotes, el chaval pagando el ticket del tren y ese mismo billete depositado ahora en el bolsillo de algún turista austriaco (las vueltas en la estación) que vuelve a Viena tras unas merecidas vacaciones. El billete volando por Europa, por Asia, por el mundo entero, para acabar quizás, como mero recuerdo de viaje, en el cajón de la mesilla de noche de un tal Wilfredo, en Cuzco o en Bogotá, definitivamente inmóvil. Y también pienso en que es realmente muy difícil que el hombre vuelva a ver su billete en lo que le resta de vida.
       Nunca he sido yo un alma caritativa, pero a veces la vida nos da la oportunidad de convertirnos, sin apenas esfuerzo, en anónimos benefactores. Hoy ha querido el destino (o la probabilidad) que el hijo menor de mi vecino llamase a mi puerta para venderme unas rifas del colegio. Cuánto es, le digo. A euro por rifa, contesta. Y entonces se me ocurrió. Ahora o nunca. Le explico al niño que en ese momento no tengo suelto, que por la tarde iré a pagarle las rifas, quedamos en eso. Después bajo las escaleras hasta el portal, donde está el corcho de avisos de la comunidad. El hombre es el presidente, así que la mayoría de ellos han sido escritos por él. Cojo prestado el más antiguo y vuelvo a mi piso. Una vez en casa me dedico a estudiar su letra, a copiarla, a recordar el tipo de rotulador que empleó en el billete, el lugar exacto del rectángulo en que escribió el mensaje.
       A las siete de la tarde llamo a la puerta del hombre. Me recibe en bata y zapatillas, preguntándome qué me trae por allí. Le explico que le debo dos euros a su hijo, que si tiene cambio, y le ofrezco el billete. El hombre lo examina. Sonríe incrédulo y vuelve a examinarlo. Sin mediar palabra, se retira al interior de la vivienda mientras yo espero en el descansillo. Vuelve al cabo de un rato con otro billete de cinco euros en la mano, un billete muy gastado, marcado con su verdadera letra. No sé qué decir. Cuando vuelvo a casa me imagino al hombre comparando ambos billetes, el mío y el que seguramente ha recuperado, después de tantos años, esa misma mañana. Imagino a un hombre que no comprende nada.
       Ustedes pueden pensar que la anécdota es graciosa, pero yo sé que a ese hombre le he destrozado la vida.

martes, 9 de diciembre de 2014

ACANTILADO


       El señor que está fumando un cigarrillo al borde del acantilado piensa que, en caso de ser un suicida, ese sería un buen lugar para despedirse del mundo. Precipitarse al vacío sin más, renunciar a seguir viviendo –qué estupidez–. Pero hacerlo, al menos, de una forma bella, rotunda, épica; eso deberían hacer los suicidas. Quitarse de en medio en acantilados como ése. Es incapaz de comprender que precisamente ellos, que consiguen reunir el valor –o la cobardía, según se mire– de tirar su vida por la borda, no suelan dar, sin embargo, demasiada importancia al factor estético de un acto irrepetible, de una decisión última que deberían marcar con su sello personal.
     Qué belleza. Las olas pelean cuerpo a cuerpo con la roca, deshaciéndose en espuma muchos metros más abajo. El sol se funde con el horizonte, apagándose en un mar viejo y cansado. El viento transporta vagos sonidos de pájaros o barcos.
       El señor que está fumando un cigarrillo al borde del acantilado quiere volver a casa, pero no puede. Retrocede unos pasos, pero enseguida vuelve a asomarse al precipicio, cautivado por la poética del instante. Así pasa el resto de la noche, alejándose del borde para avanzar nuevamente hacia él, preguntándose si debería abandonar ese escenario ideal, o si, por el contrario, ha llegado la hora de acatar finalmente los designios de la belleza eterna.

jueves, 4 de diciembre de 2014

CARTA AL DIRECTOR


        Estimado señor Director General:


       Han sido muchas y diversas las conjeturas de sus empleados –mis compañeros– acerca de las sanciones dictaminadas por mi persona en la última semana. Dando por supuesto que habrán llegado a sus oídos algunas de estas especulaciones, creo oportuno informarle, en calidad de Subdirector, a este respecto. En primer lugar deseo hacerle saber que mañana por la tarde presentaré mi dimisión del cargo, a todo efecto irrevocable. Admito, en segundo lugar, que quizás me he extralimitado en mis funciones durante la gestión de esta crisis, y le pido disculpas por ello. Mi intención era, inicialmente, dar una lección ejemplar al Consejero Asociado R. Ramírez –comprenderá usted (así me lo ha enseñado) que una manzana podrida puede echar a perder todo el cesto–. Poco podía yo imaginar que los defensores del susodicho serían tantos, y le aseguro que tampoco pude prever las consecuencias. Asumo la responsabilidad en caso de emprenderse acciones legales contra nuestra sociedad o sus accionistas. Me he limitado, en la medida de mis posibilidades, a preservar la autoridad de los directivos de la empresa. Ignoro si he estado a la altura de las circunstancias, pero en cualquier caso deseo manifestarle mi gratitud por la confianza que usted ha depositado en mí desde el mismo día de mi nombramiento.
     Mañana a las 9:00 a.m. procederé a desmantelar el patíbulo instalado en el patio central. Atentamente

       Carlos Regosa.

       P. D. Los cadáveres han sido debidamente incinerados.

lunes, 1 de diciembre de 2014

CUANDO TODO ESTÉ PERDIDO


       Acabo de soñar con un canción para cuando todo esté perdido, una canción perfecta que nos redima a todos. Me despierto confuso, tratando de recordar los acordes que la sustentan. Cuando he reconstruido mentalmente su esqueleto, afino mi guitarra y voy desgranando la melodía. Ya casi la tengo. De repente, advierto el error: la canción sonaba mucho más aguda en mi sueño, quizás una octava por encima –instrumento de cuerda, en todo caso–. Busco la cejilla, la adapto al mástil, recorro los trastes, pruebo nuevamente. No hay manera. Quizás con una mandolina, puede que incluso un ukelele. Me lanzo a la calle desesperado. Tras una larga carrera, irrumpo en la tienda de instrumentos musicales. El dependiente me increpa mientras revuelvo el almacén. Después se muestra comprensivo y trata de consolarme. “De todas formas no hay tiempo, ya no podemos hacer nada”, susurra. Ahora me abraza con fuerza. El asteroide se acerca. No les quedan ukeleles.