jueves, 27 de noviembre de 2014

LA INVENTORA DE PALABRAS


      No todo el mundo sabe que mi madre es una gran inventora de palabras. Todos los viernes por la tarde nos reunimos para tomar el té y, mientras dura el encuentro, tratamos de encontrar un significado preciso para sus últimas creaciones, vocablos aparentemente ininteligibles que mi madre nos regala desinteresadamente. Ella dice, por ejemplo, que el té blanco de vainilla está especialmente “albástrico”, y entonces yo comprendo que se refiere a su sabor delicado, a su forma de colorear la taza, a su magnificencia. Otras veces bautiza mis relatos como narraciones “ofrendóticas”, queriendo decir, supongo, que son el resumen de un regalo. Pero bueno, lo que nos interesa ahora es que, hace un par de semanas y sin previo aviso, mi madre dejó de inventar palabras.
       Desde entonces estoy muy preocupado por ella, sobre todo porque me consta que la invención de palabras era su principal entretenimiento. Sin embargo, ella me asegura que el abandono de su actividad responde al deseo de culminar una tarea que se propuso desde el principio: buscar una palabra que las resuma a todas. Mi madre, por cierto, cree haber encontrado esa palabra. Y claro, ¿por qué diablos querría seguir creando palabras habiendo encontrado la definitiva? Ahora estoy más tranquilo, porque, si bien se niega a comunicármela por teléfono –al igual que ustedes ignoro las razones–, ha prometido escribirla en una carta.
       Hoy, revisando mi correo en el buzón, me he encontrado con esta broma pesada. Algún trastornado habrá escrito la dirección de mi madre a modo de remitente, porque yo sé que mamá sería incapaz de enviarme este sobre, esta carta que consiste en un folio amarillento, una hoja gastada en la que sólo se puede leer la palabra “Mierda”. Seguro que ha sido el hijo del vecino, que ya las ha hecho peores.

lunes, 24 de noviembre de 2014

LA PUERTA MÁGICA

     
       Cuando mi abuela murió, los nietos nos reunimos en su casa, ya vacía, para tomar una copa a su salud y contar anécdotas de infancia. Con el paso de las horas alguno de nosotros recordó “la puerta mágica”, que no era otra cosa que una diminuta portezuela de madera, una despensa escondida tras la puerta de la cocina, en la que nuestra abuela guardaba las golosinas que nos iba administrando. El ritual era realmente efectivo: si esa tarde nos habíamos portado bien, la abuela nos decía “Os voy a traer un premio de la puerta mágica”, y volvía con regalices o galletas buenísimas, de esas que nuestros padres nunca traían a casa. Nos tenía “comprados”, pues la puerta estaba siempre cerrada y, como es natural, los nietos teníamos prohibida su apertura –bajo pena de castigo severo–. Estábamos hablando de esto cuando a Lalo se le ocurrió que sería una buena idea abrirla para darnos un festín, como en los viejos tiempos. Así que nos dirigimos a la cocina y, una vez dentro, cerramos la puerta y nos ponemos en cuclillas para reencontrarnos con la puerta mágica. Cuando poso mi mano en el tirador, algo me dice que no debemos abrirla. Se escuchan gritos al otro lado, alaridos infantiles que no son nuestros.

jueves, 20 de noviembre de 2014

SE HAN PASADO USTEDES DE LISTOS


       De acuerdo. Me notifican que algunos de ustedes no están del todo satisfechos con el desenlace del primer relato del presente libro, y no tanto por lo sórdido del mismo, sino más bien por la ausencia de un castigo adecuado para el protagonista. Les diré, en primer lugar, que no estoy aquí para dar lecciones de moral a nadie –cedo tan encomiable tarea a los guardianes de las buenas costumbres literarias–. Pero quizás se han pasado ustedes de listos. Si hubieran prestado atención al desarrollo de mi obra habrían reparado en el personaje de Lapucia, que vive en el decimocuarto relato de esta colección. Sí, Lapucia, la misma que asesina hombres los días pares. Díganme: ¿han pensado en sus motivaciones? ¿No será que, tras haberle perdido la pista al hombre que abusó de su hija, encontró como asesina en serie un sentido a su vida? ¿No será la muerte de Keiler –por una cuestión de azar– su obsesión original, el secreto cumplimiento de una venganza?

lunes, 17 de noviembre de 2014

DE FANTASMAS


       Hace un par de noches, mientras corregía uno de mis relatos, se me apareció de improviso el fantasma de Kafka. El pobre ya no tosía, pero sí que se llevaba de cuando en cuando las manos a la boca –reflejos de tísico, pensé–, como si presintiese inminentes espasmos. Me preguntó qué escribía. Yo contesté que pequeños relatos sin importancia. Él asintió con una sonrisa triste y alargó su mano derecha hasta alcanzar mis papeles. No los leyó. Sostuvo los folios a la altura de los ojos, pero sin mirarlos. Después los dejó nuevamente sobre la mesa y tomó asiento en mi cama. “¿Por qué escribes?”, me preguntó entonces. No supe qué contestar. Supongo que hay cosas que se hacen y punto, eso debí decirle. Pero no dije nada. Mi silencio pareció atormentarle. En ese momento fui consciente de la suerte que tenía –Kafka, su fantasma, estaba allí conmigo en una noche triste– y reparé en mi insignificancia y en lo grosera que resultaba mi tardanza en contestar. “Lo siento, maestro”, dije. “Mis escritos sólo merecen arder, no valen la pena. La verdad es que no tengo derecho a seguir escribiendo”. Apenas terminé la frase, el fantasma de Kafka había desaparecido.
       Hoy he vuelto a escribir. Supongo que para mí ha sido determinante la irrupción del fantasma de Max Brod en mi habitación, ese fantasma terco y optimista que no deja de repetir como un loro su pregunta desquiciante: “¿Por qué no escribes, Salinger?”.

jueves, 13 de noviembre de 2014

MORTALIDAD


      Dicen los sabios que existe un país –imposible de encontrar en mapa alguno– donde los hombres son inmortales. Allí los niños practican juegos temerarios sin control paterno, y los adultos ensayan directamente infructuosos suicidios. Todo el mundo acaba fumando, tarde o temprano, por pura impotencia. Los días son largos y la mitad de la población es insomne. Nadie hace planes nunca, pues tienen toda la vida por delante. Lo que sí hacen es discutir eternamente una justificación para su peculiar modo de existencia. Algunos se autoconvencen de que son dioses, pero la mayoría centra el debate en cómo llegaron allí, y así pasan el tiempo.
        Un día asisten desconcertados a la desaparición de un compatriota de mediana edad. Como nadie consigue explicar el fenómeno, se suceden las especulaciones –más o menos estructuradas– de los líderes más influyentes. Algunos de ellos, en un vano intento por explicar lo inexplicable, lo dan por “muerto” y se sumergen en el mar de datos que configura la vida del –afirman ahora vehementemente– “fallecido”. Así es cómo empiezan a florecer las principales religiones del país, todas ellas fundadas sobre la idea de mortalidad.
        En una cueva perdida, resguardado por las montañas escarpadas del norte del país, Hybris se limita a permanecer escondido. Le aguarda la soledad eterna, pero sabe que, si nadie le encuentra, este es el único modo de asegurar también su eterna mortalidad.

lunes, 10 de noviembre de 2014

SUPERACIÓN


       El pintor opina que es imposible superar la obra de ese otro artista francés. Desengañado, opta por crear algo, si bien no del todo genial, sí al menos enteramente personal. Pasa las tardes estropeando lienzos y mezclando colores en su paleta maltratada. Días después es invitado a formar parte en una galería especializada en autores jóvenes. Éxito de crítica y público. Sus obras encuentran el ansiado reconocimiento.
       Una noche se encuentra con el artista francés en un café de París. Éste lo saluda efusivamente y le invita a participar en la tertulia que mantiene en una de las mesas con otros intelectuales de la ciudad. El pintor toma asiento y se siente por primera vez como en casa, al calor de una élite parisina que discute sin cesar sobre las diferentes corrientes del universo pictórico contemporáneo. Esa noche, nuestro autor toma buena nota de las posturas teóricas y estéticas defendidas por todos los bandos.
       A partir de ese encuentro con los artistas del café, el pintor pierde la frescura que lo caracterizaba. No puede dejar de pensar en todos los clichés que debería evitar para permanecer sano y salvo entre los intelectuales del arte contemporáneo. Finalmente llega a la conclusión de que sólo podrá preservar su salud creativa mientras se mantenga alejado de ese café y de sus ilustres clientes. La última noche, una vez comunicada la decisión a sus contertulios, el pintor es salvajemente criticado por el sector duro de la mesa –encabezado por el artista francés–. Nuestro amigo, defraudado, da un puñetazo en la mesa y abandona el local sin más.
     Sufre entonces una crisis de identidad y abandona la pintura de forma transitoria. Meses después asegura que da igual dónde dirija su mirada, que todo lo ve con ojos de niño, no importa el objeto que reclame su atención –un estanque, un caballo, una mujer, una casa o un paisaje–. Él ya sólo ve cubos por todas partes, y el arte es algo mucho más serio.
         Un buen amigo le recomienda que siga pintando.

jueves, 6 de noviembre de 2014

NIÑO-BURBUJA


       Hace unos años, cuando todavía era un estudiante de quinto de carrera, tuve un profesor de filosofía contemporánea bastante mediocre que se ganó a pulso el mote de “niño-burbuja”. Estaba totalmente desconectado de los problemas actuales de la sociedad –de la sociedad cuerda, quiero decir– y, a la mínima ocasión, simpatizaba verbalmente y sin disimulo con la derecha política más reaccionaria. Era (y supongo que seguirá siéndolo) un hombre relativamente joven, beato, y lucía durante todo el año un caricaturesco bronceado de solarium. Impartía sus clases con desgana, unas clases cansinas, impersonales, simplonas, que a más de uno nos recordaban la falta de rigor que habíamos padecido en el instituto.
       Una tarde en que nos tocaba soportar su estulticia, antes de que él llegara, decidimos gastarle una pequeña broma intrascendente. La coña consistía en escondernos tras las cortinas (éramos entonces muy pocos alumnos), junto a los dos grandes ventanales del fondo del aula, y esperar su entrada para sorprenderle con alguna frase estúpida coreada a voz en grito, al tiempo que salíamos, todos a una, de nuestro escondite. La idea era arriesgada, sobre todo porque ya habíamos tenido varios roces con niño-burbuja, pero al final se impuso la voluntad de la mayoría y voy a cambiar de párrafo.
       Niño-burbuja llegó diez minutos tarde, así que no es de extrañar que nuestros nervios (nuestro sentido del ridículo también) crecieran segundo a segundo en el escondite improvisado. De repente –¡horror!– caí en la cuenta de que no habíamos pactado ningún “grito de guerra” que vociferar. Me tranquilicé pensando que, en el peor de los casos, un común grito indefinido resultaría igualmente efectivo.
       Cuando niño-burbuja entró en el aula, nadie se atrevió a gritar nada. Nos limitamos a abandonar, tímida, simultáneamente, la seguridad de las cortinas, mostrándonos sin más al profesor estupefacto. Silencio y sonrisas de desconcierto. “¿Qué hacéis?”, nos pregunta con sorna. Yo no sé si Marcial tenía la respuesta preparada, pero contestó de inmediato: “somos El Ser, que se desvela”. Niño-burbuja dejó escapar una risilla forzada (forzosa), posó sus libros sobre la mesa, comenzó la clase y se acabó la broma.
       Nos habíamos pasado; éramos perfectamente conscientes de ello. Cuando la clase terminó, discutimos la posibilidad de presentarnos en su despacho para pedirle las oportunas disculpas. Tampoco podíamos ir todos. Marcial se ofreció y nos pareció bien. Decidimos esperarle en la entrada de la facultad.
       Quince minutos después, Marcial se reunió con nosotros. Nos dijo que, durante ese tiempo, había estado llamando a la puerta del despacho de niño-burbuja, pero que nadie le abría, nadie contestaba siquiera, a pesar de que la luz estaba encendida. Dijo que lo oyó llorar. Yo le creí.

lunes, 3 de noviembre de 2014

CONSECUENCIAS


       Para todo hay una primera vez. Yo nunca había comido carne humana, pero he de reconocer que no me disgustó; dulzona, quizás un poco picante. El caso es que harta. Dios no tuvo en cuenta las consecuencias de vetar a los animales la entrada en el Paraíso. Desde que estoy muerto, abomino del cristianismo y de la resurrección de la carne.