lunes, 15 de septiembre de 2014

CITA CON POIUC


       A pesar del relativo desconocimiento general de sus actividades, la Sociedad de Intelectuales Mediocres (S. I. M.) goza de cierto crédito al otro lado del Atlántico. Entre sus miembros figura Poiuc, un profesor de filosofía especialmente horrible, un señor que confunde sistemáticamente a Hegel con Belén Esteban y que se niega a pronunciar la palabra “espíritu” en sus conferencias. Nuestro hombre es conocido –siempre en círculos minoritarios– por haber demostrado (de forma un tanto dudosa) la coimplicación de la mayonesa con los pensamientos metafísicos, así como la contradicción lógica existente entre Jonathan Swift y los perritos calientes. Con estos datos encima de la mesa no es de extrañar que me decidiera a entrevistarle, así que hice todo lo posible por ponerme en contacto con su agente. Al cabo de unos meses conseguí la cita con Poiuc.
       Llegué a la cafetería Continental, donde nos habíamos citado, cinco minutos antes de que Poiuc entrara por la salida de incendios tras forcejear con un camarero que trataba de explicarle que la puerta principal hacía honor a su nombre. Una vez comenzada la entrevista, nuestro intelectual mediocre pidió un té con alcohol. Como el camarero le dijera que no tenían tal cosa –y que dudaba que se lo proporcionasen en ningún otro local– Poiuc forzó una mueca de disgusto y murmuró que no daba crédito; después dijo que se conformaría con un té solo, sin Coca-cola.
      El resto de la entrevista transcurrió sin incidentes. Al final yo tenía los datos que necesitaba para mi revista, y él tenía la seguridad de que sus razonamientos, así como los principales posicionamientos de la Sociedad de Intelectuales Mediocres (S. I. M.), serían divulgados en España. Jamás podré entender que, justo cuando parecía que íbamos a levantarnos de nuestros asientos para abandonar el local, el muy imbécil pidiera un perrito caliente con mayonesa, delatándose en el acto, dejándome bien claro que ni era un pensador anti-metafísico, ni un gran amante de la obra de Jonathan Swift –como me había asegurado hacía tan sólo unos minutos–. Pero lo peor de todo, lo realmente imperdonable, es que se despidiera citando a Hegel, diciendo no sé qué del espíritu absoluto, demostrándome sin pudor su condición de farsante.

jueves, 11 de septiembre de 2014

INSOMNIO


       El hombre al que cada vez que no puede dormir le asaltan las imágenes de sus parejas, sus sucesivas amantes, sus compañeras en definitiva, esas niñas de quince años al principio, cuando todavía el amor era un juego absurdo, niñas rubias un tanto sociópatas, lolitas que jugaban al baloncesto, y más tarde ya mujeres en ciernes al fin y al cabo, esas que a uno le descubren los placeres del sexo, que legítimamente le distancian de los amigos y la familia, o bien mujeres hechas y derechas hace no tanto tiempo, a las que quiso tanto, con todas sus fuerzas, como ésa que le decía que lo suyo era para siempre, que todo iba a salir bien y al final le engañó vilmente con un pintor de tres al cuarto, o aquélla que jamás le correspondió –esto no tuvo importancia, eran unos críos, poetas inconscientes– cuando se enamoró platónicamente, mujeres que se atrincheran en sus recuerdos nocturnos, que los invaden como ladrones de bancos, que configuran nuestra vida más intima, nuestros deseos frustrados, nuestras perdiciones, como ella, a la que ahora le toca el turno de compartir cama con él, ella que duerme a su lado, completamente ajena a su insomnio, a la que querría despertar simplemente para decirle “hey, estoy aquí, estamos aquí y te quiero, pero estas señoritas fantasmales no me dejan dormir contigo”, esa mujer que le recuerda tanto a todas las demás mujeres que han pasado por su vida, esa mujer que también le hiere puntualmente tanto como ellas lo hicieron, a la que nunca acaba de comprender del todo y a la que se imagina como a todas, juntas, reunidas, conversando entre ellas, comentando, por ejemplo, que él la tiene un poco torcida hacia la izquierda (el alma), que tiene muy mal genio, que es un cabezón, pero asimismo que es adorable, tierno, que es un auténtico artista, un creador de belleza, pero todas se van apartando y ella, la última, se queda resignada en una habitación y calla, y entonces el hombre tiene la sensación de que todas se ríen de él, y que tienen derecho a hacerlo porque esos fantasmas le conocen mejor que nadie, a él que en realidad no sabe hacer otra cosa que amar y al que le gustaría besarlas a todas, a todas fusionadas en un mismo cuerpo evanescente, un cuerpo hecho de tiempo continuo, multiforme, completo, ese hombre, como decía, tampoco esta noche conseguirá conciliar el sueño.

lunes, 8 de septiembre de 2014

EL GATO


       De repente se va la corriente eléctrica. Examinamos el cuadro de luces alumbrándolo con un mechero; todo correcto, qué raro. Tras unos segundos de duda, oímos exclamar a alguien desde un punto indeterminado del edificio: “¡Es sólo en el nuestro!”. En efecto, asomándonos a la ventana comprobamos que todos los bloques de viviendas de nuestra calle siguen perfectamente iluminados. Palmira y yo, que llevábamos un par de horas vegetando en el sofá –son ya las dos de la madrugada–, encendemos un par de velas y nos vamos a la cama. No tardamos en oír –parece que en el descansillo– al vecino de al lado que llama a su gato, probablemente fugado durante el apagón. Me levanto, me pongo las zapatillas y salgo de casa para echarle una mano. Él busca al gato en la azotea, yo hago lo propio en el piso de abajo. Misión infructuosa. Media hora más tarde volvemos a nuestros respectivos hogares –mi vecino, como es lógico, algo más preocupado que yo– y trato de conciliar el sueño. Palmira está ya dormida. 
   En mitad de la noche, adormilado, noto un ronroneo casi imperceptible. Al principio creo que es Palmira, que duerme a mi lado, pero después constato con relativa certeza que el sonido proviene del salón. Enciendo la lámpara de la mesilla de noche –la luz ha vuelto– y, sin levantarme de la cama, intuyendo lo que ha pasado, llamo por su nombre al gato del vecino. Una sombra peluda cruza el umbral de la puerta del dormitorio y se acurruca a los pies de nuestra cama. Superado mi inicial sobresalto concluyo que horas antes el gato, asustado seguramente por la repentina falta de luz y aprovechando la excursión al descansillo de su amo, huyó por error de su domicilio y, quizás desorientado, se deslizó hábilmente hasta mi puerta, justo en el momento en que decidí abrirla precisamente para ayudar a mi vecino en la búsqueda del animal. Factible. Dudo entre llevarle el gato a mi vecino de inmediato –no son horas, aunque él probablemente siga despierto y preocupado– o aplazar la entrega, por lo menos hasta el alba. Me decanto por la segunda opción. Palmira sigue durmiendo.
      A la mañana siguiente, muy temprano, el vecino llama a nuestra puerta para darme las gracias por mi participación en la tarea conjunta de la noche anterior y, sin disimular su alegría, me asegura que su gato se había escondido debajo de una mesa camilla y que no se había movido de su escondite en toda la noche. Cuando cierro la puerta, todavía confuso, adivino la silueta del que ahora es mi gato saltando desde el sillón al sofá. Después vuelvo al dormitorio. Ni rastro de Palmira.

jueves, 4 de septiembre de 2014

TIEMPOS MODERNOS


       –Papá, no te pongas nervioso, ya lo habíamos hablado...
      –¡Qué nervioso ni qué hostias! ¡Déjate de microsof guor y dime de una vez dónde está mi máquina de escribir!

lunes, 1 de septiembre de 2014

GEMELOS


       El caso de los gemelos que decidieron intercambiar sus identidades es un magnífico ejemplo del poder de la autosugestión. Herminio y Anabasio convinieron que sería un juego interesante y no tardaron en ponerlo en práctica desde bien niños. Incluso ya adultos, dejando atrás el pudor de la niñez, los mellizos seguían haciendo de las suyas con intenciones no siempre inocentes. Así, el primero se plantó un día en casa de la mujer de Anabasio –en calidad de Anabasio– y el segundo hizo lo propio con la esposa de Herminio. Resultando ambos encuentros plenamente satisfactorios, los gemelos postergaron irresponsablemente la vuelta a la normalidad, y el paso de los años contribuyó a reafirmarles en su nuevo papel. Un momento llegó en que, cuando la mujer de Herminio preguntaba por su hermano Anabasio, el Anabasio biológico allí presente no se sentía ya interpelado. Como a Herminio le sucedía algo parecido, los gemelos tomaron la decisión de intercambiar también su documento nacional de identidad, sólo por ver qué pasaba, llevando la treta hasta sus últimas consecuencias.
      Las vidas de los gemelos, así como las de sus esposas, transcurrieron felices y dichosas a partir de entonces. Anabasio y Herminio jamás sospecharon que sus mujeres estaban al tanto del engaño desde el principio.