jueves, 28 de agosto de 2014

GRECIA


      Es por ustedes de sobra conocida la costumbre que tienen la mayoría de los periódicos de agasajar con algún tipo de artefacto (generalmente inútil) a los lectores, preferiblemente en ediciones dominicales. Pues bien, el pasado domingo decidí hacerme con un ejemplar del diario de mi ciudad –la verdad es que debí pensármelo dos veces, porque sus articulistas son muy malos, cuando no directamente necios– única y exclusivamente porque regalaban unas gafas de sol muy chulas y yo había perdido (me habían perdido, más bien) las mías en un reciente viaje a Grecia. El caso es que pagué el periódico, me puse mis nuevas gafas y salí a pasear por la zona vieja –qué casualidad, una mañana especialmente soleada– con el propósito de leer las noticias en alguna terraza del casco histórico, con una tónica y unas aceitunas.
       Ojeando los diarios que el bar en cuestión pone a disposición de sus clientes, me entero de que ese mismo domingo un periódico de tirada nacional regalaba –ya se habrán agotado– una selección de diálogos de Platón, perfectamente encuadernada y con introducciones a cargo de especialistas de renombre. He de decir, en mi defensa, que desde hace años poseo las obras completas del filósofo griego, pero por alguna razón sentí una punzada de incipiente culpa a causa de la frivolidad de mi elección (al fin y al cabo, unas malditas gafas oscuras), sobre todo porque mis Diálogos están ya muy trabajados y manoseados y no hubiese sido ninguna tontería adquirir un nuevo ejemplar. Por suerte descubro, en la sección internacional de ese mismo periódico, que acaba de destaparse una trama de corrupción en el aeropuerto de Atenas. Parece ser que algunos de los trabajadores, concretamente los mozos que se ocupan de transportar el equipaje de los pasajeros, se dedicaban a extraer de las maletas aquellos objetos que les parecían valiosos (no se aclara si para venderlos en el mercado negro o simplemente para uso y disfrute personal). Cito textualmente: “El botín, relativamente escaso e incautado ya por la policía, consta de decenas de joyas, una cantidad importante de ropa de marca, algunos vibradores eléctricos, y unas gafas de sol de fabricación española”.
     Mis gafas, seguro. No me pregunten ustedes por qué, pero mi sentimiento de culpabilidad se esfumó sin más y así pude disfrutar del resto de aquel domingo tan sumamente griego con mis Diálogos estropeados y mis nuevas gafas oscuras.

lunes, 25 de agosto de 2014

INDEFINICIÓN


       Z no comprende, bajo ningún concepto, la relación que mantienen sus amigos X e Y. Le desconcierta su estatus indefinido, desconfía de su viabilidad a largo plazo (no son amigos, tampoco amantes, quizás todo lo contrario, acaso algo más). A Z le da miedo todo aquello que no tienda a la uniformidad, a la canonización, y el caso de X e Y es un claro ejemplo de ello. Cuando dispone de un momento para comentarle el problema (así lo llama él) de X e Y a su compañero de piso, Z recibe por respuesta un “déjalos que se maten, no están hechos para quererse”. Z, que siempre sospechó que su compañero es un poco estúpido, permanece pensativo en el borde de la cama con su esquema de razonamiento intacto.
      Al día siguiente, tras colgar el cartel de “abierto” en la puerta del urban shop que regenta, Z se dedica a desembalar las últimas cajas repletas de género que acaban de llegarle desde Madrid. En una de ellas se encuentra con un lote de camisetas especialmente gruesas (o de sudaderas anormalmente finas) y duda entre colocarlo a la izquierda del pasillo central –con el resto de camisetas– o en la estantería del fondo –donde reposan las sudaderas–. Finalmente se decanta por exhibir las enigmáticas prendas directamente en el mostrador y, para su sorpresa, a lo largo de la mañana toda una serie de clientes termina con la provisión de suda-setas.
      Horas más tarde Z está ya en casa, en el salón, cenando con su compañero de piso. Cuando éste reanuda tercamente la conversación de la noche anterior, Z parece no prestarle demasiada atención. –¿En qué estás pensando? –pregunta él confundido y sin pestañear–. En suda-setas –contesta Z misterioso, lanzando un brazo al aire, golpeando un concepto imaginario–. ¿Y eso qué es? –tarda él en responder–. Eso es que eres tonto –zanja Z satisfecho–; casi tanto como yo.

jueves, 21 de agosto de 2014

LA LAGUNA


       La mera existencia de la laguna contravenía el sentido común, o eso aseguraban los habitantes de la isla. Pero un nido de montañas se alzaba desafiante al oeste y nadie en Txupetelcoep había reunido el valor suficiente para atravesarlo. Si era cierto, como decía el jefe Nathim, que sólo los dioses europeos podrían guiar los pasos de un primer explorador allende las cordilleras, también era cierto que Rodrigo Mañas creía firmemente en aquel Dios que los nativos rechazaban por sádico, pero sobre todo por extranjero. 
       Una nutrida expedición acompañó al capitán Mañas durante los primeros días de marcha, pero nubes jactanciosas y encolerizadas descargaron horas de agua sobre nuestros valientes, hasta que éstos recibieron el permiso de su venerado capitán para retirarse al poblado en caso de pánico o duda. Sólo el fiel Alterio permaneció junto a Mañas en el ascenso hacia el Pico del Coep, el más alto de la cordillera y, a un tiempo, el menos peligroso según la tradición oral de la isla. Caída la cuarta noche, las sombras de los dos exploradores se precipitaron al otro lado de la montaña. 
     Pasaron muchos soles y muchas lunas, y en el poblado de Txupetelcoep nadie se atrevía a preguntar en voz alta qué habría sido del capitán Mañas y de su fiel Alterio. Algunos –el jefe Nathim y los nativos– les daban por muertos; otros –los colonos– confiaban en la pericia de sus superiores. Pero los días dejaron de ser días para transformarse lánguidamente en meses, y los meses no tardaron en sumarse a la vorágine de los años. Rodrigo Mañas no regresaba. El Pico del Coep devino un símbolo de perdición, una cifra de lo inefable, un tabú de roca en el cielo de occidente.
     Un día empezó a llover y esa misma lluvia persistió durante cuarenta días. En el centro del poblado fue formándose paulatinamente una laguna de agua dulce que, incomprensiblemente, ya nunca desapareció de Txupetelcoep. La leyenda cuenta que, cuando cesó el diluvio, una noche de luna llena, el ya anciano jefe Nathim vio a dos hombrecillos extraños bañándose en la laguna, hablando en idioma extranjero, y que uno de ellos exclamaba “¡La encontré!”. Cuando Nathim relató lo sucedido aquella noche, muchos curiosos le preguntaron si esos hombres –a los que nadie volvió a ver jamás– eran Mañas y Alterio. El jefe de la tribu dudó unos instantes, y después se limitó a sonreír burlonamente, meneando la cabeza a ambos lados.
         Nunca el jefe Nathim había dudado tanto.

lunes, 18 de agosto de 2014

UN BOTÓN


    Estará usted preguntándose, querido lector, cómo voy a sorprenderle ahora, qué absurda historia pienso hilar con la idea (usted supone –y supone bien–) de un botón en mente. Le pediré, en primer lugar, que eche un vistazo al botón que le quede más a mano (quizás el botón superior de la camisa, bajo el cuello, quizás el botón que protege su intimidad allá abajo, donde se unen las dos filas de dientes de su pretina). Contémplelo unos segundos. Repare en su función y en su forma, en su relieve. Piense ahora en su mujer –si la tiene–, en su madre, en sus amistades más cercanas, en alguno de esos pegamentos que sutilmente nos resguardan del frío del mundo; capte la analogía. Proceda después a descoser ese botón y guárdelo, como si de un bien muy preciado se tratara, en algún lugar que usted juzgue seguro.
          Cuando mañana por la mañana usted sea incapaz de abotonar del todo su camisa, o de hacer callar la boca grosera de su pantalón, recoja de nuevo el botón abandonado y devuélvalo a su lugar habitual de residencia. Cosa. Abotone. Regodéese en la sensación de indudable alivio. Pero, ante todo –y esto es lo verdaderamente importante–, constate su dependencia con respecto a ese botón, su necesidad, note de una vez por todas que está usted por completo a su merced.
          Y por último, si lo cree oportuno, puede usted irse a trabajar como si no hubiera pasado nada, o bien, si ha entendido el propósito de este relato, quizá debiera despedirse de su mujer y de sus hijos con alguna excusa elaborada, cualquiera que se aleje retóricamente –si bien no a nivel intencional– del ya harto recurrente “voy a por tabaco”, que es una fórmula más bien chabacana, absolutamente vulgar y carente de gusto. Después celébrelo a su manera, pero recuerde que estas cosas sólo pueden celebrarse en soledad.

jueves, 14 de agosto de 2014

EL TAXISTA


      Abro violentamente la puerta del taxi y digo “a la estación de tren, por favor”, al tiempo que dejo caer mi culo sobre la parte derecha del asiento trasero y despliego el periódico con un suspiro. El taxista, un sesentón en el que entonces no había reparado y que probablemente sonríe ya como un demente, enciende el intermitente y abandona la parada de taxis con cierta prisa, asegurándome que hoy no habrá atascos en el centro.
      Justo antes de llegar precisamente a una de las arterias principales de la ciudad, el taxista eleva su mano derecha por encima del hombro y comprendo al instante que quiere mostrarme algo. Sujeta entre los dedos una fotografía que –supongo– quiere que yo examine. La recojo con cuidado y observo a una pareja en la playa de Aguete (la reconozco al instante por el puerto, porque solía ir a menudo hace años). Todavía no me he dado cuenta de que la figura masculina es él, cuando escucho un susurro grotesco: “¿A que es guapa?”. Yo asiento, digo “sí, sí que lo es. ¿Es su mujer?”. El taxista sonríe y señala la fotografía como diciendo “por supuesto que es guapa: es guapísima, imbécil, es mi mujer”. Después le devuelvo la foto, él la guarda y cambiamos de tema. Ella parecía mucho más joven que el taxista.
     Semáforo en rojo. El taxista coge aire y me pregunta a bocajarro si yo creo que él es guapo; empiezo a sentirme un poco incómodo y suelto definitivamente el periódico. “Bueno, se conserva usted muy bien”, sentencio, y el taxista parece conforme con mi análisis. Acelera de nuevo y dejamos atrás el cruce. Permanece callado durante unos cinco minutos, dedicando furtivas miradas a otras fotografías que interrogan desde el salpicadero. Parecen niños, acaso sus hijos, quién sabe. Después se ríe. Tomamos la avenida hacia la estación.
      A medida que nos aproximamos a nuestro destino, el taxista parece más y más abatido. Cuando sólo faltan unos cien metros para llegar al aparcamiento de la estación, saco mi cartera del bolsillo para agilizar el trámite del cobro. “¿Cuánto va a ser?”, le pregunto cuando se suponía que debía empezar a reducir la velocidad del taxi, pero, lejos de hacerlo, se vuelve hacia mí y comienza a acelerar sin dejar de mirarme fijamente a los ojos: “Son diez euros”, me dicen sus dientes apretados.
       Entonces entendí.
    El resto fue un grito, y un muro, y después una habitación de hospital. Y más tarde, algo menos aturdido, descubro a mi derecha una figura vagamente familiar: un taxista escayolado que me observa desde su camilla, un sesentón al que ya imagino de vuelta en su casa, completamente solo, ojeando sus viejas fotos y sonriendo como un demente.

lunes, 11 de agosto de 2014

UNA MANO


  Tiene sólo una mano y quizás por eso rechaza siempre las invitaciones a pasear por el parque, temerosa acaso de que su eventual pretendiente deje caer la suya, buscando el contacto, del lado equivocado.
      Él sabe, por tanto, que esta ocasión es única, que desaprovecharla sería no sólo un error, sino además una indecencia. La recoge el último viernes de Abril, a las siete de la tarde (el sol medita, el sol flaquea) en su piso de las afueras, donde ella vive con su madre. Un “Adiós, mamá” pugna por derribar su garganta, pero no lo consigue. Ambos se alejan hacia la alameda.
      Pasean. Ella esconde la mano fantasma en un bolsillo de su blusón para ahuyentar las posibilidades de desastre, pero camina con temple, como si el destino no pudiera ya alcanzarla. Él, sin embargo, parece ausente y, a pesar de sus múltiples caricias, desviándose una y otra vez del sendero de grava, le confiesa que se siente indispuesto. “Te veo un poco pálido; serán los nervios”, le anima ella confesando a su vez, tal vez inintencionadamente, que sabe que él está nervioso. Se retiran hacia un banco de piedra y conversan. El sol se pone.
      Cuando el tan ansiado beso se dispone a aterrizar en los labios de ambos, él la interrumpe abruptamente y le pide que deje su muñón al descubierto, pues no tiene ninguna razón para avergonzarse. Ella, desprevenida, casi como un acto reflejo, desenfunda su mano no-fantasma y le propina una sonora bofetada. Después se aleja entre los álamos sin mirar atrás.
      Lo más triste de esta historia es que, si ella hubiese permanecido allí tan sólo unos instantes, apenas un minuto más, podría haber contemplado cómo él, que siempre creyó en el amor verdadero, le concedía también el privilegio de observar su muñón. Y no era éste un muñón cualquiera, producto de una guerra absurda o de un aparatoso accidente laboral, no; les hablo a ustedes de un muñón recién estrenado, retributivo. Un muñón todavía sangriento, un flamante muñón de enamorado.

jueves, 7 de agosto de 2014

TEJEMANEJES


      Ya casi nadie recuerda a aquel señor que se ocupaba de conseguir un trabajo a todos y cada uno de sus amigos. Con esta fijación tenía que convivir el desgraciado, quizás motivado por la idea de resultar imprescindible a ojos de sus deudores, que en algún momento de sus vidas habrían de devolver –si todo salía según lo previsto– el favor que se les había prestado.
     A lo largo de los años fue colocando, aquí y allá, a un ingeniero técnico, a un profesor de filosofía, a un trabajador social o incluso a un filólogo especializado en la obra poética de Kipling, sin darse apenas cuenta de que su propio empleo como mozo de los recados en una tintorería dejaba mucho que desear. Sus amigos, sensibilizados con su situación, trataron de ayudarle una vez alcanzado el nuevo estatus, pero el señor que se ocupaba de conseguirles un trabajo estaba tan orgulloso de su función que declinaba una y otra vez las ofertas que estos le hacían y, más bien al contrario, se negaba a descansar hasta que ellos hubieran alcanzado mejores (y aún definitivos) trabajos, pues estaba convencido de que no sabrían encontrarlos por sí mismos.
      Cuando el filólogo especializado en la obra poética de Kipling llegó a ministro, el señor que se ocupaba de conseguir un trabajo a todos y cada uno de sus amigos fue despedido de la tintorería. Como le avergonzaba tanto mostrarse desvalido ante sus beneficiarios –que entonces eran ya muchos–, decidió comentar su problema solamente con el filólogo ministro. Éste le ofreció un puesto discreto en la administración y solucionó temporalmente su problema.
   Tras un período de prueba relativamente corto, la falta de preparación del señor que se ocupaba de conseguir un trabajo a todos y cada uno de sus amigos (que sólo tenía experiencia como recadero) se hizo demasiado evidente a ojos de sus superiores y fue destituido del cargo sin miramientos.
       La noticia fue publicada en prensa un lunes y, al cabo de tres días, el filólogo ministro fue llamado a juicio, acusado de tráfico de influencias. Tomando un tentempié en su cafetería habitual, el ingeniero técnico, el profesor de filosofía y el trabajador social concluyen que no se puede ir por la vida haciendo tejemanejes laborales, que la gente no es tonta y el tiempo pone a cada uno en su sitio.

lunes, 4 de agosto de 2014

DE NORIAS


       El señor que está triste compra dos billetes para la noria. Guarda el suyo en un bolsillo interior de su chaqueta y espera a que ella, que acaba de volver del puestecito de algodón de azúcar, le pregunte cuál es la próxima atracción. La noria, dice él mostrándole el boleto. Después hacen cola, él más bien tranquilo, ella entusiasmada. Un tipo con pinta de ex-presidiario les pide las entradas al llegar a la plataforma; todo en orden, les acomoda en uno de los habitáculos y cierra la puerta enrejada. La rueda empieza a girar con un ligero chirrido y en unos segundos están ya arriba. Desde allí pueden ver gran parte de la ciudad, ella señala los edificios más altos. Él asiente divertido, sonríe y dice que le encantan las alturas, que siempre había soñado con estrecharla entre sus brazos. Ella se asusta un poco, duda, pero es obvio que no tiene escapatoria. La mira, no deja de mirarla. Le acaricia la cara, la parte interior de los muslos, desliza la mano derecha como un reptil dentro de sus braguitas. Ella está confusa, le pide que pare. Él acepta la negativa con un suspiro, se excusa diciendo que la ha malinterpretado. Ambos aguardan en silencio el fin del viaje, concentrados en el hipnótico girar del mundo desde la noria.
     Cuando todo termina, el señor que está triste se aleja entre la muchedumbre. Mientras, ella busca a su madre para contarle lo que ha pasado.