jueves, 11 de diciembre de 2014

BILLETE MARCADO


       El hombre abre su cartera y extrae un billete de cinco euros. Lo extiende sobre la mesa y escribe en él, con un rotulador permanente, la frase “encantado de volver a verte”. Su intención es –supongo– poner el billete en circulación, olvidarse temporalmente de su existencia, y confiar en que la probabilidad o el destino le permitan volver a verlo algún día.
       Ese hombre es vecino mío. Presencié esta escena en la cafetería en que ambos solemos desayunar cada mañana, antes de dirigirnos a nuestros respectivos trabajos. De esto hace ya diez años. Me hace gracia constatar cómo, tanto tiempo después, el hombre sigue comprobando las vueltas que le extiende el camarero del establecimiento –costumbre que con toda probabilidad se repite en todos los locales comerciales que frecuenta– con una urgencia casi infantil, ingenua e ilusionada. Pero lo cierto es que también siento pena y nostalgia. A veces yo también miro de reojo su cambio, deseando ciegamente que el billete de cinco euros vuelva por fin a sus manos.
       Muchas veces he pensado en la odisea de ese billete. Me lo imagino pasando de las manos del hombre a las del camarero del bar, y de ahí a la cartera de algún otro cliente que, una tarde cualquiera, habrá gastado esos cinco euros en un puesto callejero de helados, cuyo dueño tendrá la feliz idea de dárselos a su hijo en concepto de paga semanal. Entonces pienso en ese chico, en la posibilidad de que, justamente esa semana, haya decidido viajar a la capital con sus amigotes, el chaval pagando el ticket del tren y ese mismo billete depositado ahora en el bolsillo de algún turista austriaco (las vueltas en la estación) que vuelve a Viena tras unas merecidas vacaciones. El billete volando por Europa, por Asia, por el mundo entero, para acabar quizás, como mero recuerdo de viaje, en el cajón de la mesilla de noche de un tal Wilfredo, en Cuzco o en Bogotá, definitivamente inmóvil. Y también pienso en que es realmente muy difícil que el hombre vuelva a ver su billete en lo que le resta de vida.
       Nunca he sido yo un alma caritativa, pero a veces la vida nos da la oportunidad de convertirnos, sin apenas esfuerzo, en anónimos benefactores. Hoy ha querido el destino (o la probabilidad) que el hijo menor de mi vecino llamase a mi puerta para venderme unas rifas del colegio. Cuánto es, le digo. A euro por rifa, contesta. Y entonces se me ocurrió. Ahora o nunca. Le explico al niño que en ese momento no tengo suelto, que por la tarde iré a pagarle las rifas, quedamos en eso. Después bajo las escaleras hasta el portal, donde está el corcho de avisos de la comunidad. El hombre es el presidente, así que la mayoría de ellos han sido escritos por él. Cojo prestado el más antiguo y vuelvo a mi piso. Una vez en casa me dedico a estudiar su letra, a copiarla, a recordar el tipo de rotulador que empleó en el billete, el lugar exacto del rectángulo en que escribió el mensaje.
       A las siete de la tarde llamo a la puerta del hombre. Me recibe en bata y zapatillas, preguntándome qué me trae por allí. Le explico que le debo dos euros a su hijo, que si tiene cambio, y le ofrezco el billete. El hombre lo examina. Sonríe incrédulo y vuelve a examinarlo. Sin mediar palabra, se retira al interior de la vivienda mientras yo espero en el descansillo. Vuelve al cabo de un rato con otro billete de cinco euros en la mano, un billete muy gastado, marcado con su verdadera letra. No sé qué decir. Cuando vuelvo a casa me imagino al hombre comparando ambos billetes, el mío y el que seguramente ha recuperado, después de tantos años, esa misma mañana. Imagino a un hombre que no comprende nada.
       Ustedes pueden pensar que la anécdota es graciosa, pero yo sé que a ese hombre le he destrozado la vida.