lunes, 24 de noviembre de 2014

LA PUERTA MÁGICA

     
       Cuando mi abuela murió, los nietos nos reunimos en su casa, ya vacía, para tomar una copa a su salud y contar anécdotas de infancia. Con el paso de las horas alguno de nosotros recordó “la puerta mágica”, que no era otra cosa que una diminuta portezuela de madera, una despensa escondida tras la puerta de la cocina, en la que nuestra abuela guardaba las golosinas que nos iba administrando. El ritual era realmente efectivo: si esa tarde nos habíamos portado bien, la abuela nos decía “Os voy a traer un premio de la puerta mágica”, y volvía con regalices o galletas buenísimas, de esas que nuestros padres nunca traían a casa. Nos tenía “comprados”, pues la puerta estaba siempre cerrada y, como es natural, los nietos teníamos prohibida su apertura –bajo pena de castigo severo–. Estábamos hablando de esto cuando a Lalo se le ocurrió que sería una buena idea abrirla para darnos un festín, como en los viejos tiempos. Así que nos dirigimos a la cocina y, una vez dentro, cerramos la puerta y nos ponemos en cuclillas para reencontrarnos con la puerta mágica. Cuando poso mi mano en el tirador, algo me dice que no debemos abrirla. Se escuchan gritos al otro lado, alaridos infantiles que no son nuestros.