jueves, 21 de agosto de 2014

LA LAGUNA


       La mera existencia de la laguna contravenía el sentido común, o eso aseguraban los habitantes de la isla. Pero un nido de montañas se alzaba desafiante al oeste y nadie en Txupetelcoep había reunido el valor suficiente para atravesarlo. Si era cierto, como decía el jefe Nathim, que sólo los dioses europeos podrían guiar los pasos de un primer explorador allende las cordilleras, también era cierto que Rodrigo Mañas creía firmemente en aquel Dios que los nativos rechazaban por sádico, pero sobre todo por extranjero. 
       Una nutrida expedición acompañó al capitán Mañas durante los primeros días de marcha, pero nubes jactanciosas y encolerizadas descargaron horas de agua sobre nuestros valientes, hasta que éstos recibieron el permiso de su venerado capitán para retirarse al poblado en caso de pánico o duda. Sólo el fiel Alterio permaneció junto a Mañas en el ascenso hacia el Pico del Coep, el más alto de la cordillera y, a un tiempo, el menos peligroso según la tradición oral de la isla. Caída la cuarta noche, las sombras de los dos exploradores se precipitaron al otro lado de la montaña. 
     Pasaron muchos soles y muchas lunas, y en el poblado de Txupetelcoep nadie se atrevía a preguntar en voz alta qué habría sido del capitán Mañas y de su fiel Alterio. Algunos –el jefe Nathim y los nativos– les daban por muertos; otros –los colonos– confiaban en la pericia de sus superiores. Pero los días dejaron de ser días para transformarse lánguidamente en meses, y los meses no tardaron en sumarse a la vorágine de los años. Rodrigo Mañas no regresaba. El Pico del Coep devino un símbolo de perdición, una cifra de lo inefable, un tabú de roca en el cielo de occidente.
     Un día empezó a llover y esa misma lluvia persistió durante cuarenta días. En el centro del poblado fue formándose paulatinamente una laguna de agua dulce que, incomprensiblemente, ya nunca desapareció de Txupetelcoep. La leyenda cuenta que, cuando cesó el diluvio, una noche de luna llena, el ya anciano jefe Nathim vio a dos hombrecillos extraños bañándose en la laguna, hablando en idioma extranjero, y que uno de ellos exclamaba “¡La encontré!”. Cuando Nathim relató lo sucedido aquella noche, muchos curiosos le preguntaron si esos hombres –a los que nadie volvió a ver jamás– eran Mañas y Alterio. El jefe de la tribu dudó unos instantes, y después se limitó a sonreír burlonamente, meneando la cabeza a ambos lados.
         Nunca el jefe Nathim había dudado tanto.