jueves, 10 de julio de 2014

VIAJAR


      Érase una vez un historiador jubilado que se dispuso a viajar. Ya de joven la curiosidad por conocer otros países y costumbres le aguijoneaba el intelecto, pero entonces sólo el verano servía de marco a sus escapadas. Sin embargo, ahora que disponía al fin de tiempo libre indefinido –jamás se había casado, no le ataban lazos familiares de ningún color– decidió darse el lujo de recorrer el mundo, así, en general.
       Cuando llevaba dos meses de viaje –ya había estado en Mongolia, Colombia y Libia, entre otros países– el jubilado descubrió, asombrado, que no quería regresar jamás. Le faltaba todavía tanto por ver que, no sólo era incapaz de volver a casa, sino que además debía acortar su tiempo de estancia en los sucesivos territorios geográficos si acaso quería... ¿Si quería qué? ¿Quizás poner un pie en cada trozo de tierra del globo? ¡Menuda estupidez! Con este razonamiento el historiador jubilado se dio cuenta de que era adicto a viajar, y enseguida, pisando ya el terreno fangoso de lo valorativo, se impuso la tarea de buscar una buena razón para seguir tomando aviones de aquí para allá.
       Una noche, en la India, soñó que volvía a Barcelona y que allí era muy feliz; no le picaban los mosquitos del Brasil ni le azotaban los vientos enfurecidos del Tíbet, pero cuando despertó –con una sonrisa acostada en la cara– se desacreditó a sí mismo aduciendo un etnocentrismo galopante, y pronto guardó la premonición en un remoto cajón de su cerebro.
    Otro día, en Marruecos, pensó por un instante que España le quedaba a tiro de piedra, pero enseguida se tachó de cobarde y de pusilánime –quizás porque en realidad estaba ya cansado y no se le había ocurrido, por el momento, una sola buena razón para seguir viajando–. Y como la cosa siguió así durante años, decidió, asumiendo al fin su peligrosa adicción, regresar a Barcelona.
       En el buzón de su domicilio encontró una huérfana pila de cartas (la mayoría, de su banco). Una de ellas era de una alumna que solicitaba su ayuda para completar la tesis en la que estaba trabajando. Cuando acabó de leer esta última, el historiador jubilado derramó unas lágrimas, contactó ilusionado con la antigua alumna –Mari Carmen, una chica muy maja, extraordinariamente válida– y después se llamó a sí mismo tonto, imbécil, absurdo, y también, por qué no, etnocentrista, pusilánime y cobarde, pero esto ya con impecable orgullo, a modo de autoafirmación triunfal.