lunes, 21 de julio de 2014

UN EPÍLOGO


      Había una vez un señor que citaba a Lichtenberg sólo para sentirse importante y que, además, viendo que el mero hecho de invocar al pensador alemán no lo convertía en una persona de provecho, decidió escribir un libro. La obra en cuestión, sin ser una joya de la literatura, soportó las críticas de buena parte de sus amistades, que aplaudían las ideas de su autor y no tanto el enfoque que éstas recibían una vez escritas. “Tus narraciones son excesivamente breves, van al grano con demasiada urgencia”, le decían cuando imploraba honestidad para con sus borradores. El escritor, que siempre tomaba buena nota de éste y otros defectos que le achacaban, procedió al pulimentado y abrillantado de sus relatos, sin dejar jamás de lado la espontaneidad y la frescura que se creía en el deber de preservar. Como resultado del proceso de corrección, halló ante sí una colección de ficciones desiguales, quizá mediocres, pero inconfundiblemente suyas. Relativamente satisfecho, el autor llegó a la conclusión de que su reciente creación, contando ya con un prólogo, estaba casi pidiendo a gritos un epílogo que redondeara la jugada. Sin saber muy bien qué hacer –por qué demonios habré escrito yo un maldito prólogo, se decía entre frase y frase– dudó infinitamente confuso entre eliminar su prólogo (pretencioso y vehemente) o bien hilar un epílogo salvaje sin detenerse a considerar lo que él mismo o sus lectores habrían de esperar de éste, un epílogo-cuchillo clavado de madrugada, producto de una excitación febril.