lunes, 7 de julio de 2014

FEMINEIDAD


       Estaba la señora en la marquesina, esperando el autobús circular que –ya se sabe– nunca llega a su hora; todo el mundo muy irritado, ella más impaciente que de costumbre, varios niños tocando las narices y un sol implacable encima de sus cabezas. Así estaba la cosa –más o menos– y entonces, como si fuera a romperse en pedazos, alguien estornuda escandaloso a sus espaldas. La señora sonríe, porque en verdad el sonido tiene un no sé qué cómico, y se vuelve para contemplar al autor de la cuestionable hazaña. Otra señora, que también espera la llegada del autobús, le devuelve una mirada teñida de complicidad y de vergüenza. Maruxa –que así se llama la señora– se avergüenza a su vez, sin duda por haberse atrevido a negar para sus adentros que estornudo semejante tuviera algo que ver con el género femenino.
      Apenas recompone su gesto de normalidad, Maruxa nota una ligera presión en su vientre –posiblemente gases, pero no está segura todavía–. Cuando el autobús hace su parada frente a la marquesina, la punzada se acrecienta (ahora ya inconfundible) y la señora, a punto de estallar, sube al vehículo tratando por todos los medios de controlar su esfínter. Una vez dentro, otro señor –su vecino, comprueba aterrorizada– la saluda desde uno de los asientos del fondo, indicándole con un repetido ademán que puede (debe) sentarse a su lado. Como rechazar la invitación sería una absoluta falta de respeto, Maruxa se ve forzada a apretar los glúteos con todas sus fuerzas en la plaza vacante, entablando al tiempo una conversación intrascendente con su inesperado (e indeseado) compañero de viaje. La contención se prolonga, pero el cuesco, que amenaza con ser especialmente atronador y fétido en esta ocasión, pugna por salir a la luz.
     Finalmente, en mitad del trayecto, Maruxa cede, incapaz de soportar el sufrimiento, a las ansias expansivas de su huésped intestinal. Pero justo en ese momento, como un regalo de la providencia, la señora que había estornudado en la marquesina, sentada unos metros por delante de ellos, reproduce el sonido que ya había ensayado con anterioridad. De este modo el estruendo de su monumental pedo es eclipsado por un estornudo perfecto, compasivo (¿acaso intencionado?), definitivamente cómplice, un estornudo que la señora no duda en calificar –esta vez sí, con pleno derecho– como sonido de género, como exquisito ruido femenino que irrumpe para salvarla. El vecino de Maruxa arruga contrariado las aletas de la nariz, pero el olor no tiene dueño hasta que se demuestre lo contrario.