lunes, 9 de junio de 2014

FOTOGRAFÍA


      Trúcamo guarda todavía la fotografía que acabó con su matrimonio. En ella él posa divertido para Macoca, moviendo la cabeza rápidamente a ambos lados como un niño enrabietado que se niega a hacer lo que le ordenan, pero el clic de la cámara –el tiempo de exposición no era del todo correcto– capturó en el negativo dos cabezas superpuestas, difuminadas, sólo remotamente humanas.
      Desde el mismo revelado, Trúcamo decidió esconder la fotografía a los ojos de Macoca. La imagen no sólo daba miedo, sino que era increíblemente repugnante, turbadora y maligna. El feliz esposo parecía ahí un espíritu infernal, una abominación de ultratumba, y lo peor, pensaba Trúcamo mientras destruía el negativo, es que en algún momento de mi vida yo he sido este ser, he tenido este aspecto, y los únicos que debemos saberlo, sentenciaba, somos la fotografía y yo. 
      A partir de ese día, Trúcamo, que nunca había tenido problemas de autoestima, comenzó a mostrarse inseguro y mohíno. La relación con Macoca fue degenerando a un lienzo borroso de costumbres compartidas y escasas prácticas sexuales. La fotografía, guardada en el cajón de la mesilla de noche de Trúcamo, salía de su escondite todas las noches cuando ella dormía. Nuestro hombre, hundido, quería comprobar periódicamente, a la luz de un flexo, si acaso era para tanto, si lo grotesco de la imagen no había sido en realidad una impresión pasajera. Pero, como siempre, ahí se desvelaba el monstruo, ese señor bicéfalo que no soy yo y que saluda vomitivo desde la cartulina.
      Una noche la fotografía desapareció del cajón. Macoca desayunó al día siguiente con Trúcamo en el comedor –sin dirigirle apenas una frase, la mirada extraviada–; dijo que estaba cansada y que no había dormido bien (ojeras tenía, eso era cierto). Después se fue a la oficina. Revolviendo entre las facturas que ambos amontonaban en el armario del salón, nuestro hombre hundido encontró la imagen abyecta y supo que ella no volvería jamás.
       Me dice Trúcamo que es incapaz de romper la fotografía después de todo, que necesita la prueba definitoria de su tormento. De lo contrario me volvería loco, asegura sollozando. Pero yo creo que es la fotografía la que le necesita a él para consolarse, para pensar que en algún punto del camino ella fue también un esposo feliz absurdamente marcado por el clic impertinente de una cámara caprichosa.