lunes, 28 de abril de 2014

KANTISMOS


       Había una vez un señor que, presa de un hastío relativo, se dedicó a quemar todos los libros de Immanuel Kant que pudo encontrar en las librerías de su ciudad. Fue tal la ferocidad con que asaltó a los indefensos libreros, que éstos nada pudieron hacer por aplacar sus ansias libricidas. Debe de estar hastiado este pobre hombre, concluían, ya comprensivos, ya tímidamente desesperados. El caso es que este pobre hombre, que respondía al nombre de Julio Figueras, declaró días después de la quema que nada –o muy poco– tenía contra el famoso filósofo de Königsberg; sin embargo (aducía) sus textos son una fuente constante de equívocos raramente solucionados y (continuaba) me niego a aceptar la posibilidad –quizás remota, aunque no imposible, coincidirán ustedes conmigo– de que mis hijos (o los hijos de ustedes) lleguen a invocar alguna o algunas de las tesis kantianas para poner en juicio nuestra autoridad paterna –por poner un ejemplo potencialmente amenazador–.

      Había una vez otro señor que, presa de un hastío determinado, se dedicó a regalar todos los libros de Immanuel Kant que pudo encontrar en las librerías de su ciudad. Fue tal la ferocidad con que asaltó a los indefensos libreros, que estos nada pudieron hacer por aplacar sus múltiples hurtos. Debe  de estar hastiado este pobre hombre, concluían, ya comprensivos, ya tímidamente desesperados. El caso es que este pobre hombre, que respondía al nombre de Julián Figueroa, declaró días después de la ofrenda que nada –o muy poco– tenía a favor del famoso filósofo de Könisgberg; sin embargo (aducía) sus textos son una fuente de equívocos raramente solucionados y (continuaba) me niego a aceptar la posibilidad –quizás remota, aunque no imposible, coincidirán ustedes conmigo– de que mis hijos (o los hijos de ustedes) lleguen a pasar por alto alguna o algunas de las tesis kantianas para poner en juicio nuestra autoridad paterna –por poner un ejemplo potencialmente amenazador–.