lunes, 21 de abril de 2014

INMORTALIDAD


       Llevo veintidós años sin dormir. No es que me enorgullezca de ello, no quiero dar esa impresión, pero también es cierto que detesto a los incrédulos. Veintidós años justos hoy. Veintidós.
       Una noche, hace veintidós años, mi abuelo paterno murió en la cama de su dormitorio tras una larga agonía. Era una habitación amarillenta, o al menos así la recuerdo, llena de familiares y amigos silenciosos que no apartaban la vista de su cuerpo exangüe. De repente cerró los ojos; pensé que se había dormido. Me dijeron “se ha muerto, Tomás. El abuelo se ha muerto ya”. Yo me enfadé enormemente, y contesté “lo que pasa es que es un imbécil. A su edad no debería dormir, porque cuesta mucho más vencer al sueño y por eso es probable que ya nunca te despiertes”. A unos cuantos segundos de silencio estupefacto les siguieron un par de bofetadas paternales.
       Desde entonces no duermo, porque quiero vivir para siempre. El médico me ha dicho algo así como que eso no puede ser muy sano, pero también me ha dicho que a él no le interesa en absoluto vivir para siempre. Lo dirá por eso. A mí, no sé, es una cosa que me llama. No por lo de la eternidad y todo eso, qué va: es por claustrofobia. Las tumbas son cada vez más pequeñas y yo mido casi dos metros. Menuda broma, ahí metido tanto tiempo (y de la incineración mejor ni hablar).
      Los primeros ejercicios que puse en práctica para lograr la absoluta vigilia eran sencillos y tradicionales. Toneladas de café, chicles, porno y cosas por el estilo. Transcurridos los tres primeros días empecé a tener problemas para mantenerme despierto y estos métodos resultaron a todas luces insuficientes. Me pasé a la cocaína y a los estimulantes derivados de la anfetamina. Me sirvieron para ir tirando casi una semana, pero para entonces mi salud estaba ya muy deteriorada. Conseguía mantenerme despierto al precio de tener que estar descansando todo el día, y éste, conviene aclararlo, nunca fue el objetivo inicial.
       Así que decidí convertirme en un personaje literario. Siempre que ustedes lo deseen pueden acudir a estas páginas –mediocres, lo admito, obra de un tal Ángel Herrero, el único escritor que puedo permitirme– para comprobar que, en efecto, nunca duermo. Hola a todos, encantado de haberles conocido.