jueves, 30 de mayo de 2013

CLIMATOLOGÍA ADVERSA DEL ALMA


Momentáneamente a salvo de tanta lluvia –vale que estemos en Galicia, pero también estamos a junio, por amor de Dios– termino el último de los relatos que conforman Lluvia de hielo y asumo que su autor, el suizo Peter Stamm, ha conseguido capturar en un libro del grosor de un lápiz la esencia de la climatología adversa del alma. A continuación cierro ese libro y recuerdo que hace algunos años, en Santiago de Compostela, mientras trataba de llegar a mi facultad, se desató una tormenta (con aguacero incluido) tan desproporcionada que me obligó, por no llevar paraguas, a refugiarme en una cafetería del casco histórico. “Habrá que esperar a que escampe”, me dijo el camarero con una sonrisa cómplice al verme entrar tiritando y calado hasta los huesos. Pedí un café con leche, hojeé la prensa y, desechada ya –por temeraria– la idea de asistir a clase, pensé en la naturaleza de la lluvia, en la lluvia misma, en el tiempo. Durante varias horas. Hasta el mediodía quizás, tomando maquinalmente un café tras otro. Afuera seguía lloviendo y ya está, me temo que eso era todo. Era sólo lluvia y yo estaba allí, encerrado, pensando en la lluvia, y no recuerdo nada más de aquel día excepto la lluvia.
La lluvia es a veces todo.

lunes, 27 de mayo de 2013

DECÁLOGO DEL BUEN LECTOR


Gracias a una de las últimas entradas del ineludible Moleskine literario de Iván Thays, descubro los "Diez derechos del lector" según Daniel Pennac, autor francés al que en algún momento debería hincar el diente. Ya saben de qué va esto, ¿verdad? Pues eso: como me estoy aficionando mucho últimamente a la frenética pulsión infantil del “culo veo, culo quiero”, he decidido dejarles aquí el mío (el decálogo, no el culo). Si no es molestia, claro.

1.      El mejor amigo del lector se llama María y se apellida Moliner.

2.      Como en los anuncios de neumáticos, la lectura sin control no sirve de nada.

3.      Cada lector podrá escoger libremente, según su estado de ánimo, si prefiere la lectura como refugio o como precipicio.

4.      Leer es valorar o no es en absoluto.

5.      Una palabra vale más que mil imágenes.

6.      El lector tiene todo el derecho del mundo a no leer “de todo un poco”.

7.      Leer no nos hace peores. Mejores tampoco.

8.      Cada libro es un faro. La mayoría están apagados.

9.      Toda obra es un libro. No todo libro es una obra.

10.  Perdonen que me levante: un buen lector usa marcador de páginas, no dobla jamás la esquina superior de las mismas. Hostia ya.

jueves, 23 de mayo de 2013

UN LIBRO


Un libro que contenga todas las palabras que sobran; un libro repleto de nombres y apellidos de asesores económicos ordenados por orden alfabético, oculto en un cofre que nadie osará abrir hasta el advenimiento del Apocalipsis. Con ese libro –no haya duda– venceremos a cualquier Satanás que tenga a bien aparecerse.

lunes, 20 de mayo de 2013

LLEGAR TARDE


No es tan fácil llegar tarde a todo; hacerlo exige una dedicación sigilosamente involuntaria, una suerte de determinación vocacional. A excepción quizá de las citas, sean éstas formales o no –mis amigos (y conocidos) podrán dar buena cuenta de mi escrupulosa puntualidad–, con demasiada frecuencia tengo la impresión de llegar con retraso a determinadas obras (las “Inmortales” sobre todo), a autores imprescindibles (si los hay) o a ciertas conclusiones ya asentadas. Recuerdo que hace unos años, por ejemplo, se me ocurrió recomendar a un amigo (lector) la magnífica colección de relatos Cazadores en la nieve, de Tobias Wolff. “Ya la he leído, claro”, me dijo; y “¿qué clase de cuentista eres tú? ¿En qué planeta vives?”, añadió en un tono benevolente que, al margen de sus deliberadamente cómicas intenciones, me resultó de lo más humillante. Desde entonces me digo a menudo –quizás a modo de terapia– no sólo que llegar tarde a las cosas no reviste mayor gravedad, sino que incluso puede ser muy útil a la hora de neutralizar prejuicios (como el de que es posible llegar demasiado tarde a alguna cosa, por poner otro ejemplo).
Todo esto viene a cuento de que he ido al cine a ver (o a dejarme hipnotizar por) la última película de Park Chan-Wook –si no tienen amigos “enteraditos” busquen directamente en Wikipedia–. He ido y he disfrutado, por cierto, de atmósferas oníricas, de arriesgados juegos simbólicos, de colores y de encuadres imposibles y, en definitiva, de una imparable sucesión de imágenes saturadas de quantums artísticos. Stoker, más que una película, es un genuino ejercicio de exploración de los límites del lenguaje cinematográfico que…bla-bla, bla-bla, bla-bla, etc., etc., etc… así que, hala, a verla. Que no era este el tema, vamos.
El caso es que, como siempre, vuelvo a llegar tarde. Me explico. Oí hablar por primera vez de Park Chan-Wook hace por lo menos ocho años. Me lo recomendó, tristemente, una persona cuyo criterio cinematográfico siempre me ha parecido sospechoso en casi todos los sentidos imaginables de la palabra. Así que puse al bueno de Park en cuarentena. Más tarde me pusieron a mí en guardia los comentarios elogiosos de colegas menos sanguíneos y mejor informados. Uno termina rindiéndose, claro, sobre todo si la última película del director postergado cosecha buenas críticas y además se estrena en los cines de su ciudad. Pero rendirse es en este caso llegar tarde, y llegar tarde, como decía al principio, no es cosa tan fácil, especialmente cuando la obra en cuestión es digna de ser reseñada: “¡A buenas horas, mangas verdes!” “¡Ahora viene usted a descubrirnos la pólvora!”; o sea, que sabes que muchos se abalanzarán sobre tu retrasado pellejo, y entonces asumes que Augusto Monterroso tenía toda la razón cuando escribió estas palabras:

“En sus artículos, en sus cartas, en sus diarios, los escritores franceses dicen siempre que releen, nunca que leen por primera vez a un clásico, como si en el liceo hubieran debido leerlo todo y un autor importante no leído fuera un total deshonor: «Releyendo a Pascal…», «Releyendo a Racine…». No siempre hay que creerles. Pero con esto hay que tener cuidado. Cuando en mi adolescencia leí un artículo de un famoso escritor guatemalteco que comenzaba confesando no haber leído nunca a Montaigne, le perdí todo respeto y escribí y publiqué una adolescente diatriba contra su ignorancia. Así que más vale: «Releyendo el otro día a Cervantes…».”

Pues eso: si, como un servidor, ustedes también se caracterizan por llegar tarde a todo, no hagan la estupidez de confesarlo en un blog. Y si les gusta Stoker no dejen de ver Old boy, pero háganlo en secreto para después mentir, frente a sus respectivos auditorios, asegurando haberla visto con anterioridad. Recuerden que Monterroso está de nuestro lado… y ya de paso, échenle una oreja al último disco de unos tales Mumford & Sons.

miércoles, 15 de mayo de 2013

LA VERDADERA MUERTE DE LA NOVELA


Anda Luis Goytisolo preocupado por la muerte de la novela, como si ésta no viniera demostrando sobradamente, desde el siglo XVII, su inagotable capacidad de reinvención. En lo que llevamos de siglo XXI, sin ir más lejos, hemos asistido a la publicación de obras tan diferentes como El mal de Montano, Los infinitos o 2666, artefactos complejos y ambiciosos que indudablemente cuestionan, sí, la naturaleza de la novela como género, pero sólo para, una vez más –no nos equivoquemos–, apuntalarla allá en lo alto, abriendo nuevos caminos literarios y anticipando límites borrosos y acaso inciertos que habrán de marcar (positiva o negativamente) los pasos de las próximas generaciones de escritores. La novela no sólo parece indestructible, sino que puede que además (como el Capitalismo o la Religión) en efecto lo sea; en cualquier caso no será tan fácil acabar sin más con ella. Otro problema muy distinto es el del fin de la novela como relato de ficción privilegiado que aspira a transformar la realidad en un sentido último y global; me temo que en este sentido nuestra vieja amiga se ha topado con un rival imprevisto e implacable, infinitamente más poderoso que el universo de la imagen, del cómic “adulto” o de las series televisivas “de calidad” –en el que tantas veces, y a excepción de ciertas (contadas) obras, uno tiene la sensación de que le están dando gato por liebre–, un enemigo que además muchos se empeñan, irresponsablemente, en disfrazar de Ciencia. No les quepa la menor duda (que diría Mariano Rajoy) de que si hay un discurso que hoy por hoy disputa a la novela su reinado en el terreno de la ficción, ese discurso es la Economía. Otra vez la Economía, estúpidos.
No debería extrañarnos que, en un futuro mucho más próximo de lo que quizá pensamos, los dudosos “autores” del BCE o del FMI, escondidos tras sus siglas, vengan a reemplazar a Foster Wallace y J. Franzen, y aun a la realidad misma, en los manuales de Literatura de este nuevo milenio. Sorpresa, sorpresa. Ahora pueden ustedes echarse a temblar –yo ya llevo un buen rato haciéndolo–: de producirse, la verdadera muerte de la novela vendrá a manos de los peores economistas, aquellos que ni siquiera serán capaces de asumir su condición de usurpadores de lo ficticio.
¡Ah, Economía! ¡Vendrá la muerte y tendrá tus dígitos!

lunes, 13 de mayo de 2013

FUERON, SON, SERÁN


Si Elias Canetti no se equivocaba y el metamorfosearse consiste en acoger simultáneamente dentro de sí la multiplicidad disgregadora de pulsiones y voliciones que nos ha conformado –y aun nos conforma y conformará– sin renunciar a la unidad esencial del espíritu, entonces espero ser algún día ese señor que detenga sus ojos cansados en estas páginas para sentenciar: “Si alguna vez pensé todas estas estupideces es porque tuvieron, tienen, tendrán cierto sentido; y además no sólo son mías, sino que también fueron, son, serán yo”. Aunque yo sea a partir de entonces, irremediablemente, él o cualquier otra cosa.

jueves, 9 de mayo de 2013

LAS DIEZ MEJORES


A todos nos ha visitado alguna vez el espíritu de Georges Perec, forzándonos a confeccionar listas absurdas e inoperantes cuyo propósito –si lo tuvieran– suele permanecer oculto incluso después de haber rematado la no pocas veces tortuosa empresa. Hacer una lista (una lista de verdad, una lista valorativa, un Top Ten, pongamos por caso) es como resolver un crucigrama: son cosas que uno hace para huir del tedio, rechazando, en efecto, la finalidad instrumental de los propósitos, pero exigiéndose al mismo tiempo cierto grado de responsabilidad. Por eso podemos decir que una persona que deja un crucigrama a medias es un canalla –eso lo sabemos todos– y que un amante de las listas, independientemente de la potencial relevancia o difusión de las mismas, hace las suyas comprometiendo a fondo su integridad moral. Hoy, echando un furtivo vistazo a algunas de las libretas digamos personales que he ido amontonando en un cajón durante los últimos años, compruebo –para mi sonrojo– que, de entre todas las listas descabelladas que pueblan sus páginas, acaso la más objetiva y, por tanto, universalizable, sea una que lleva por título “Las diez mejores marcas de galletas que, sin estar totalmente cubiertas de chocolate, sí presentan una cantidad aceptable de tal producto” (me guardo, por cierto, los resultados, que no estamos aquí para hacer publicidad). Ridícula ocurrencia, dirán ustedes. De acuerdo. Pero déjenme decirles –esta vez para mi orgullo– que, casi cuatro años después de su creación, mi lista sigue plenamente vigente, resistiendo (y sin despeinarse) cualquier contraargumento, objeción o enmienda imaginables, lo cual me lleva a pensar que está más cerca de la inmortalidad que ningún otro artefacto mío.
Los caminos del escritor son inescrutables.

lunes, 6 de mayo de 2013

DEFINICIÓN DE ABSURDO


¿Definición de absurdo? Fácil.

(1)
Sales a pasear por Pontevedra un sábado cualquiera –el sol generoso y el cambio de escenario, que se agradecen– y, ya en el casco histórico, frente a la estatua de Valle-Inclán, te cruzas con los mismísimos Faemino y Cansado. Al principio dudas, claro, pero tu novia corrobora echando la vista atrás, “Sí, son ellos”. Detienes tu marcha y piensas: absurdo. Entonces sonríes y te acuerdas de Kierkegaard, por supuesto. Entre otras cosas.

(2)
También recuerdas cómo, hace ya muchos años, tu padre volvió de un congreso médico en Londres emocionado porque había coincidido en Heathrow con el putísimo David Bowie. “Le habrás pedido un autógrafo ¿no?”; pero conocías la respuesta de antemano: tu padre era (y en parte sigue siendo) una persona cabal que jamás se rebajaría a la absurda liturgia del mitómano. Daños colaterales: tus amigos no iban a creerte, claro. El Viejo se encogió de hombros y pensaste: absurdo. No hay pruebas. Hay que joderse.

(3)
Volviéndote hacia los reyes del humor absurdo le dices a tu novia: “Voy a pedirles un autógrafo”. Ella, más que sonreír, se ríe directamente de ti. Sabe algo que tú tampoco ignoras, y es que estás a punto de comportarte como el típico cretino provinciano que quizás nunca has dejado de ser. “No es para mí: es para mi padre”, te justificas. Absurdo. “¡Bendito seas, Luis!”, escribe Cansado en tu libreta. Agradeces el gesto, vuelves a pensar en David Bowie y finalmente comprendes que ese autógrafo, más que un regalo para el Viejo, es el secreto cumplimiento de una venganza surrealista.

jueves, 2 de mayo de 2013

MALÉVOLO BERNHARD


Veinticinco años después de su muerte, la prosa de Thomas Bernhard sigue siendo un misterio, un laberinto inmisericorde de oraciones subordinadas que eleva el recurso de la reiteración a categoría de arte. Así, sin tregua, sumiendo al (sufrido) lector en un estado de hipnosis difícilmente explicable y demostrando que una sucesión de palabras, convenientemente dispuestas, puede llegar a desencadenar reacciones físicas que trascienden lo puramente literario, Bernhard es capaz de convertir cada página en un pequeño infierno, en una angustia palpable.
Sirva de ejemplo este fragmento de El sobrino de Wittgenstein:
“(…) Sólo que Paul tiraba ininterrumpidamente por la ventana su riqueza mental exactamente lo mismo que su riqueza en dinero, pero mientras que su riqueza en dinero quedó muy pronto definitivamente tirada por la ventana y agotada, su riqueza mental era realmente inagotable; la tiraba ininterrumpidamente por la ventana y ella se multiplicaba (al mismo tiempo) ininterrumpidamente, cuanto más de su riqueza mental tiraba por la ventana (de su cabeza), tanto más aumentaba esa riqueza, eso es al fin y al cabo lo característico de esas personas que al principio están locas y finalmente son calificadas de dementes, el que cada vez más y de forma cada vez más ininterrumpida tiran su riqueza mental por la ventana (de su cabeza) y, al mismo tiempo, en esa cabeza suya, su riqueza mental se multiplica con la misma rapidez con que la tiraron por la ventana (de su cabeza). Cada vez tiran más riqueza mental por la ventana (de su cabeza) y, al mismo tiempo, esa riqueza se hace cada vez mayor en su cabeza y, como es natural, cada vez más amenazadora, y finalmente no pueden seguir tirando la riqueza mental (de su cabeza) y su cabeza no aguanta ya esa riqueza mental que se multiplica constantemente en su cabeza y se acumula en esa cabeza suya, y explota. Así explotó sencillamente la cabeza de Paul, porque no pudo seguir tirando la riqueza mental (de su cabeza).”
Cuando uno termina de leer estas líneas no puede evitar preguntarse si el malévolo Bernhard, transformando las palabras en afecciones, no le habrá inoculado un poco de la locura de su personaje (de su cabeza), enfermándolo quizás para siempre. Aunque la respuesta fuese afirmativa, siempre sería menos grave que padecer otras enfermedades, como la de tener que soportar una vida sin genios, sin Literatura; una vida que, en definitiva, resultaría mucho más absurda y enfermiza sin los impagables delirios del gran Thomas Bernhard.