jueves, 3 de enero de 2013

LAS TAZAS O LOS REYES


Mi pareja (¿novia? ¿Compañera? Son todas palabras terribles) no deja de preguntarme por qué demonios cada mañana, en lugar de usar alguna de nuestras magníficas tazas de los Beatles, me empeño en tomar el café en un pocillo descolorido del capitán Pescanova. Nunca he sabido qué contestar; supongo que hay rituales de los que resulta absurdo dar cuenta. Ahora barrunto que quizás se trate, en mi caso, de una huída inconsciente frente al imparable proceso de estetización de lo cotidiano que la postmodernidad nos impone: quiero (necesito) saber que mi taza es sólo una taza, un útil destinado a que yo pueda tomarme mi café, sin distracciones visuales de ningún tipo. Mientras algunos genios del marketing se afanan en adulterar nuestros desayunos (no sólo en lo visual, sino también en lo gustativo u olfativo –yogures con sabor a galleta, galletas con aroma a yogur–) yo sueño con una taza blanca, inmaculada, libre de copyright: una maldita taza, vamos. Quizá se la pida a los Reyes Magos, si todavía existen –las tazas blancas o los propios Reyes, cualquiera de las dos cosas me vale–.